El Estado como leviatán
'El infierno son los otros'. Jean-Paul Sartre
Leviathan es el título de una obra del filósofo inglés Thomas Hobbes, a través de sus páginas vamos asistiendo a la justificación ética y política de ese monstruo organizativo que se fue configurando tras la oscura era medieval de los fragmentados reinos europeos, hasta llegar a la formación de los todopoderosos estados modernos, ya fueran en sus orígenes absolutistas, centrando el poder en un soberano único, a través de las heredadas monarquías, ya fuera que la soberanía residiera en un parlamento, en lugar de un único individuo. Un elemento central unía la idea base de ambos tipos de estados; la centralidad del poder y su absoluta dependencia de ese órgano central o de esa figura monárquica. La soberanía era una cesión que los individuos debían hacer, una convención, un pacto, un acuerdo que subordinaba una irrevocable cesión de libertad y autonomía personal, grupal-gremios- ,o religiosa, a la autoridad del estado. Hoy día los estados han evolucionado considerablemente, en algunos lugares del mundo a peor, en otros, en las democracias liberales occidentales, a mejor, introduciendo elementos como la independencia de los poderes judicial, legislativo y ejecutivo, que garantizan un mayor equilibrio entre el individuo en tanto ciudadano dependiente de una autoridad principal, el estado, y el individuo como tal, como persona, con unas garantías mínimas de libertad de elección en sus modos de vida.
Curioso resulta que el orgullo, otra de esas taras de la naturaleza humana resaltada por el pensador inglés, sea igualmente aplicable a los estados. Orgullo que en palabras de Hobbes, solo puede llevar a un comportamiento irracional, por cuestiones muchas veces insignificantes; en la vida de cada individuo y por qué no decirlo en la de las naciones, sean estados o no. De tal manera, que son necesarias unas cadenas para protegernos de nosotros mismos
Cuáles son las claves que justifican para nuestro filósofo ese pacto original para ceder algo tan preciado como la autonomía y la libertad personal a un ente, a un monstruo, a un leviathan, como se denomina a ese ser mitológico creado por Dios en la biblia, capaz de decidir el rumbo colectivo y delimitar el modo de vida de cada ciudadano de una manera tan estricta. A Hobbes algunos le consideran el ideólogo de los estados totalitarios, sin embargo, otros pensadores e ideólogos le consideran el heraldo del nacimiento de los estados liberales. Para el filósofo italiano Norberto Bobbio, ni lo uno ni lo otro; el marco central de su pensamiento político es la necesidad de una autoridad central, de un poder que tenga la autoridad indiscutible para decidir. Y esto es así por un motivo esencial; el estado de naturaleza de los seres humanos les lleva a volverse los unos contra los otros, a competir por todos los recursos, a acumularlos para beneficio personal, a ser cada hombre un lobo para otro: El egoísmo es parte esencial de nuestra naturaleza y se sobrepone a cualesquiera otras características que nos determinen. Y esto, nos llevaría ineludiblemente a un estado perpetuo de anarquía, de guerra permanente. Si queremos buscar la paz, una paz que perdure, una paz perpetua como la abogada por Kant muchas décadas después, ésta solo se puede lograr con esa grave cesión de libertad y autonomía a ese poder central soberano. No es muy difícil llevar esta analogía a la situación internacional, elevando los protagonistas de los individuos a los estados, donde cada uno de esos entes actúa guiado por sus propios intereses y por su egoísmo, y es poco discutible de qué manera eso ha llevado a innumerables guerras y anarquía, que tan solo en el siglo XX con la Sociedad de naciones y la ONU, tras las guerras mundiales, se intentó solucionar con una especie de pacto reciproco entre estados. El fracaso de ambas instituciones internacionales es evidente. Si preguntáramos a Hobbes, posiblemente nos diría que el principal motivo es que nunca hubo un poder central, una autoridad superior, porque nunca hubo una cesión de soberanía real entre los estados que se agruparon para evitar los conflictos.
Curioso resulta que el orgullo, otra de esas taras de la naturaleza humana resaltada por el pensador inglés, sea igualmente aplicable a los estados. Orgullo que en palabras de Hobbes, solo puede llevar a un comportamiento irracional, por cuestiones muchas veces insignificantes; en la vida de cada individuo y por qué no decirlo en la de las naciones, sean estados o no. De tal manera, que son necesarias unas cadenas para protegernos de nosotros mismos. Es difícil no contrastar esta analogía con aquél pensamiento de Rosa Luxemburgo tan contrario que clamaba que “quien no se mueve no siente las cadenas”. No se trata de constituir un Estado porque sea el instrumento que nos va a ayudar a buscar la justicia, el bien, o la libertad, para el pensador británico todo es mucho más simple; no es sino la convivencia pacífica y armónica el principal objetivo, y para eso hay un precio que pagar, y ya nos ocuparemos una vez asegurada esa seguridad, de qué está bien y de qué está mal. Es muy sencillo extrapolar este principio, y verlo como antecedente a los que compiten en nuestro actual (des)orden, sea internacional, entre potencias estatales, o en el interior de los propios estados; entre quienes prefieren la cautela conservadora y sacrificar libertad y principios como la justicia o la equidad a cambio de seguridad, y los que ven que el precio es demasiado alto, y al final, ni siquiera se sirve a ese principio de mantenernos en un estatus quo sin conflictos bélicos.
Para Hobbes la democracia o el autoritarismo no es la elección esencial que hemos de realizar, sino una terrible elección entre seguridad o vivir inmersos en un permanente miedo al otro. Entre el mal menor de renunciar a la libertad y autonomía personal o someterse a la anárquica ley del más fuerte al margen de la seguridad que nos da ese poder centralizado. Quien diga lo contrario es un hipócrita para nuestro filósofo, y así lo denuncia en sus escritos: ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas, de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas? ¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras?
Existe un derecho natural (desvinculado de cualquier origen divino) a proteger la propia vida, si dejáramos que cada cual ejerciera ese derecho sin supeditarlo a una autoridad central soberana, el caos se extendería, ya fuera por entender que la mejor manera de protegerse es acumular poder, o que el ataque preventivo a otros que consideramos amenazas es la única opción de garantizar la propia supervivencia
Existe un derecho natural (desvinculado de cualquier origen divino) a proteger la propia vida, si dejáramos que cada cual ejerciera ese derecho sin supeditarlo a una autoridad central soberana, el caos se extendería, ya fuera por entender que la mejor manera de protegerse es acumular poder, o que el ataque preventivo a otros que consideramos amenazas es la única opción de garantizar la propia supervivencia. Derecho natural que ha de restringirse por tanto. Hobbes contrapone derecho y ley. Derecho es la libertad de hacer o de omitir, la ley obliga a una de esas dos acciones. Para el filósofo hay dos leyes naturales que hay que seguir; la primera: buscar la paz y seguirla. Salvo que nos encontremos en estado de guerra y entonces el derecho natural a la propia preservación prevalece. La segunda ley natural: uno acceda, si los demás consisten también, a renunciar al derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente al resto de los hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo. Ya hemos visto que la base se encuentra en que a pesar del poder de la razón que nos instaría a compartir, éste no es suficiente frente a la poderosa presencia de nuestros apetitos, ni al preventivo temor al otro, que nos lleva a defendernos atacándole.
Una vez aceptada esa cesión de poder y autonomía personal al poder central, al soberano o al parlamento, creamos un Leviatán, al que hemos de seguir casi con una fe ciega. Un evidente problema es la falta de simetría entre el soberano y los súbditos, ya que el primero no puede ser sometido a los mismos controles que los súbditos, ni tiene las mismas limitaciones. Su poder o es prácticamente absoluto o no es tal poder, algo que ya anticipó Maquiavelo, como padre en el Renacimiento de una concepción moderna del poder de los estados, aunque en sus escritos más republicanos como Discursos sobre la primera década de Tito Livio, hubiera puesto matices significativos. Para Hobbes ese poder central, ya resida en una persona o en una asamblea, tiene: derecho de censura, derecho de instruir y educar, derecho a establecer lo bueno y lo malo, derecho de determinar lo justo, lo injusto y de juzgar, derecho de decidir la doctrina religiosa, derecho de declarar la guerra y la paz, derecho de dirigir la administración pública, derecho de intervenir en la economía.
¿Y la libertad? Para evitar problemas, lo que hace Hobbes, anticipando las estrategias de control de la información que vivimos en el siglo XX y XXI, es redefinirla, quedando reducida a la mínima expresión, a aquellas áreas no reguladas por el soberano (persona o asamblea)
¿Y la libertad? Para evitar problemas, lo que hace Hobbes, anticipando las estrategias de control de la información que vivimos en el siglo XX y XXI, es redefinirla, quedando reducida a la mínima expresión, a aquellas áreas no reguladas por el soberano (persona o asamblea). La única excepción que el pensador británico establece a la obediencia por parte de los súbditos al poder soberano es que éste no cumpla con su principal cometido (garantizar la seguridad de sus súbditos). Seguridad y garantía de la propiedad privada son pues los dos principales motivos para la obediencia a la autoridad. No muy lejos de los motivos por los que abogan de manera más o menos explícita las fuerzas políticas conservadoras hoy día, apelando al mismo instinto primario de los seres humanos, el miedo, el temor al otro. Queda sin resolver por parte de Hobbes, y de las ideologías consecuentes con sus planteamientos en siglos posteriores, que ocurre con aquellos desplazados de la seguridad o de la propiedad, por nacimiento o por azares de la vida. Y qué derecho puede abogarse para evitar la rebelión de los desheredados.
Montesquieu fue de los primeros en reprocharle que la naturaleza del hombre la confundiera con la de una especie de matón sanguinario, siempre sin control, con tal de poder conseguir sus objetivos. Otra objeción esencial es que la naturaleza del poder ha demostrado que exponencialmente mientras más absoluto es, más proclive es a la corrupción o a un uso indiscriminado de su fuerza, centrando en la libertad, su némesis, su principal objetivo a anular. Y he aquí la principal mentira escondida en esta ideología, contraponer seguridad y libertad, como si elegir una anulara a la otra. Cuántas veces en los tiempos contemporáneos se aduce la excepcionalidad de una situación para aumentar los límites de la autoridad más allá de su regulación básica. Walter Benjamin, el filósofo alemán que hubo de suicidarse para evitar caer en las manos de los nazis expresó con claridad la crítica; el uso del estado de excepción históricamente se ha usado para oprimir a los más débiles, convirtiendo la excepción en norma. No muy lejano en el tiempo su compatriota John Locke con fina ironía respondió a los argumentos basados en el miedo: “ello equivale a pensar que los hombres son tan estúpidos para protegerse de los daños que puedan causarles mofetas y zorros, y que encuentran satisfacción, más aún, en ser devorados por leones.” Si somos egoístas y nos dejamos llevar por el orgullo y el miedo como parte de nuestra naturaleza, acaso ¿no ocurrirá lo mismo en el soberano o en aquellos que detentan el poder y la autoridad en el parlamento o asamblea? Si esto es así, más nos vale protegernos especialmente de aquellos con más poder, que no de los que tienen menos.
Es cierto que el leviatán construido por las democracias liberales es bastante distinto del esbozado como ideal por Hobbes, pero también es cierto que algunas de sus querencias autoritarias persisten. Conocer lo que subyace a ese poder estatal al que tanta querencia tenemos, su historia, su formación, su ideología, sus principios, es imprescindible a la hora de abordar críticamente cualquier futuro en nuestra convivencia común. Pongámonos a ello, con conocimiento de causa.