A ese niño que fui

Blog - El ojo distraído - Jesús Toral - Viernes, 1 de Diciembre de 2017
El autor, en una imagen de su infancia.
J.T.
El autor, en una imagen de su infancia.

Ahora que una vez más se acerca el día de mi cumpleaños, de alguna manera me asedian los recuerdos y las reminiscencias de un pasado que ya no existe, en el que soñaba con un futuro que nunca sucedió. Y mi mente se deleita tejiendo una manta de retazos de añoranza, en la que destacan los pensamientos de “pudo haber sido y no fue” o “si hubiera hecho esto o aquello”.

¿Y si mi yo de 46 años pudiera reunirse con aquel niño de 10 que fui un día? ¿Qué le contaría? ¿De qué le advertiría? ¿Qué consejos me sentiría capacitado para ofrecerle?

¿Y si mi yo de 46 años pudiera reunirse con aquel niño de 10 que fui un día? ¿Qué le contaría? ¿De qué le advertiría? ¿Qué consejos me sentiría capacitado para ofrecerle?

En un primer impulso, seguramente le cogería del brazo y le avisaría de que no se dedicara al periodismo, que buscara otra ocupación mejor remunerada y sin tantas trabas a la hora de desarrollarla; que no se embarcara en causas perdidas y que luchara por sí mismo, que no malgastara el dinero. Claro que sólo sería un primer impulso, equivocado, además, porque si ese niño siguiera esos consejos no permitiría ser cómo es al adulto que soy, porque escatimaría experiencias que me han arrastrado hasta donde estoy.

Así que, tras una reflexión serena, si realmente tuviera sentado enfrente a ese pequeño que fui, lo primero que le contaría es que no debería tener miedo y que si no puede evitarlo, que sepa que se pasará, como el resto de las situaciones y experiencias de la vida, todo llega, se queda un rato y pasa delante nuestra para finalmente disolverse con el aire, el miedo incluido.

Añadiría que disfrute de cada instante y que deje de tener expectativas porque solo conducen al sufrimiento. Jamás nada acabará siendo tal y como él lo pueda soñar y cuando aparezca algo mínimamente diferente a lo que imaginaba, se sentirá fatal, insatisfecho. Ese trabajo que le hace tanta ilusión y que no conseguirá, ese coche que no podrá comprar, esos padres a los que no tendrá la oportunidad de  salvar, ni siquiera podrá tomar parte en una prolongación de sus vidas…Todo ello le dolerá más intensamente porque compondrá un mundo ideal que no se materializará en su realidad. ¡Y quién sabe si no poder comprarse ese coche o perder ese trabajo que le hace tanta ilusión no le guiará directamente hacia algo aún mejor!

Añadiría que disfrute de cada instante y que deje de tener expectativas porque solo conducen al sufrimiento. Jamás nada acabará siendo tal y como él lo pueda soñar y cuando aparezca algo mínimamente diferente a lo que imaginaba, se sentirá fatal, insatisfecho

Por eso le animaría a dejar de juzgar tanto a personas como a situaciones y, con mayor severidad, si cabe, a sí mismo. No es necesario que se pase la vida colocando etiquetas: “Esto es bueno” o “esto es malo”, “hay que hacer las cosas de este modo o de este otro”; no concebimos la vida sin esa absurda obligación que nos hemos asignado, cuando los juicios únicamente son interpretaciones personales e intransferibles. Lo que ayer era un delito hoy está permitido y lo que los dirigentes de unos países consideran que es bueno, los de la nación de al lado lo catalogan como algo extremadamente malo. El bien y el mal están supeditados al juicio que cada uno de nosotros haga de una situación concreta.

A ese pequeño que me miraría con curiosidad y probablemente admiración, le anunciaría que acabaría dejando su hogar y buscando una vida lejos de su familia, pero que no se preocupara porque nunca se arrepentiría de tomar esa decisión; le incitaría a escribir, porque es una pasión que lleva dentro y que le sirve de terapia y de puro disfrute, al margen de posibles reconocimientos públicos; le prevendría de la llegada de momentos difíciles, inesperados, que le costaría superar, pero también le avanzaría que acabaría haciéndolo y que serían siempre el preámbulo de otros placenteros, agradables y llenos de alegría.

Seguramente no trataría de evitar vivencias personales, porque cada una de ellas me ha conducido al lugar en el que me encuentro, que es mucho mejor que otros tantos lugares y no tengo ni idea de qué movimiento del pasado me hubiera arrojado al abismo o, por el contrario, elevado a las nubes; por lo tanto, carezco de herramientas para advertir a ese niño de 10 años acerca del camino más adecuado a seguir.

Y muy probablemente, en lo que más hincapié haría en esa conversación imaginaria con mi yo infantil sería en que ahondara en sus cualidades, que siempre las tuviera presentes, que valorara todo aquello que fuera capaz de hacer, que fuera indulgente con lo que considerara errores suyos o de los demás, que observara sus características de niño y las escribiera y las releyera cada nuevo día, porque una de las claves que nos pueden permitir alcanzar la felicidad es convertirnos en chavales, contemplar el mundo a través de los ojos inocentes de un pequeño capaz de pasar del llanto a la risa sin ningún filtro, de investigar sin calibrar en exceso los peligros, únicamente por el hecho de disfrutar en el proceso, de tirarse al suelo para jugar, de restarle trascendencia a cualquier acontecimiento; de reír, llorar o asustarse con tal intensidad que apenas es posible aguantar en ese estado más que unos instantes, de no pensar en el qué dirán, de romper eventualmente convencionalismos del día a día.

Definitivamente, y sin lugar a dudas, sólo podría servirme de un encuentro ilusorio con el niño que fui para recordar cómo era e imitarle y no para prevenirle o guiarle en su camino futuro. Creemos que nuestra experiencia nos enriquece y que un muchacho sólo puede aprender y no está preparado para enseñar. Nada más lejos de la realidad. Es tan fácil como darse cuenta de que los niños ríen más que los adultos, disfrutan más, juegan mejor, utilizan la imaginación para abstraerse del mundo, se preocupan menos y tienen menos miedos. ¿Quién debería aprender de quién?

 

Imagen de Jesús Toral

Nací en Ordizia (Guipúzcoa) porque allí emigraron mis padres desde Andalucía y después de colaborar con periódicos, radios y agencias vascas, me marché a la aventura, a Madrid. Estuve vinculado a revistas de informática y economía antes de aceptar el reto de ser redactor de informativos de Telecinco Granada. Pasé por Tesis y La Odisea del voluntariado, en Canal 2 Andalucía, volví a la capital de la Alhambra para trabajar en Mira Televisión, antes de regresar a Canal Sur Televisión (Andalucía Directo, Tiene arreglo, La Mañana tiene arreglo y A Diario).