Escuchar con los oídos abiertos
El autobús urbano no solo es un lugar estupendo para moverse por la ciudad sino también un centro de vivencias excelente. Hace unos días escuché, lo confieso, la conversación ajena de dos amigas veinteañeras. Una de ellas estaba muy afectada y a la otra se le veía muy dispuesta y entrometida. La primera le estaba contando su particular drama:
—No entiendo por qué Jorge me ha dejado. Se suponía que estaba muy enamorado de mí. Y resulta que he visto que hay una chica que es amiga suya de Facebook y no para de ponerle “me gusta” a todo lo que inserta…
Parecía que quería seguir hablando, pero su colega la interrumpió.
—¡Uy, uy! Seguro que te está poniendo los cuernos. Bórrale de Facebook.
—Es que no sé…
—Mira, Laura, que a mí me ocurrió lo mismo y no me lo merecía. Como amiga tuya, de verdad, te voy a dar un consejo: hazte un perfil falso de Facebook, con la foto de una tía buenísima de una revista, y le pides amistad. Así fue como averigüé yo que me estaba engañando.
Se dice que no hay más sordo que quien no quiere oír; yo matizaría y diría que el más sordo es el que no desea escuchar, porque oír no requiere esfuerzo, escuchar, sí. Y tenemos una sola boca y dos oídos por algo: deberíamos utilizar más los últimos que la primera, pero somos seres sociales y creemos que sin nuestra opinión no pueden vivir aquellos que nos rodean
La pobre amiga trataba de continuar la historia, pero le era imposible. Cuando me bajé del autobús me quedé con la intriga de conocer más detalles porque pese a que se suponía que era la que estaba contando su vivencia, continuamente era interrumpida por su amiga para aportar luz en la oscuridad. Pude ver que ambas se despedían nada más bajar del autobús y pensé que la pobre chica abandonada por su novio seguramente iría a casa a llorar y a contarse a sí misma ante el espejo todo lo que había tratado de explicar a su compañera y que se le había quedado en el tintero.
Se dice que no hay más sordo que quien no quiere oír; yo matizaría y diría que el más sordo es el que no desea escuchar, porque oír no requiere esfuerzo, escuchar, sí. Y tenemos una sola boca y dos oídos por algo: deberíamos utilizar más los últimos que la primera, pero somos seres sociales y creemos que sin nuestra opinión no pueden vivir aquellos que nos rodean.
Y lo cuenta uno que tiene una familia tan parlanchina que cada vez que nos reunimos estamos más concentrados en contar nuestras experiencias que en escuchar las del resto, lo cual deriva a menudo en un diálogo de besugos con sonidos de varias voces entrecruzadas elevando cada vez más el tono para hacernos oír.
Tal vez es porque la mayoría no tenemos en cuenta lo que es la escucha activa, esa que requiere esfuerzo, la que implica atención y silencio, la que nos lleva a empatizar con el que tenemos enfrente, la que nos convierte únicamente en orejas andantes dispuestas simplemente a servir al otro. En definitiva, esa escucha que rara vez practicamos la mayoría de los mortales.
Y lo digo con pesar, porque utilizar más nuestros pabellones auditivos nos ayudaría a evitar conflictos innecesarios, a recibir más cariño de nuestro entorno e incluso a atajar una guerra antes de su inicio.
La mayoría no tenemos en cuenta lo que es la escucha activa, esa que requiere esfuerzo, la que implica atención y silencio, la que nos lleva a empatizar con el que tenemos enfrente, la que nos convierte únicamente en orejas andantes dispuestas simplemente a servir al otro
Cada vez que participas en una discusión estás tratando de anteponerte al otro. El diálogo empieza como un cambio de pareceres y paulatinamente se va transformando en una competición en la que nadie quiere quedar por detrás. Y ninguno se da cuenta de que cada cual discute de temas distintos, parte desde puntos de vista diferentes y por tanto es muy difícil que obtenga la razón por parte del otro.
Ayer me contaron el chiste del granadino que se encuentra con un amigo que hacía tiempo que no veía y después de saludarle muy efusivamente le preguntó:
—¿Qué ha sido de tu vida?
Y el otro, con la malafollá granadina que le caracterizaba, le respondió enfadado:
—Sí hombre, ¡te voy a contestar! ¡Anda y que te entretenga tu puñetera madre!
Esa es la actitud con la que muchas veces nos sentamos con los amigos, familiares, conocidos o simplemente con alguien que necesita desahogarse. Lo primero que hacemos cuando vemos que nuestro interlocutor va a comenzar a explayarse sobre sus problemas económicos, por ejemplo, es cortarle a menudo, para dejar claro que “a mí también me pasó…” y a continuación tomar la palabra para que vea cuánto sabemos de ese tipo de temas, con lo cual propiciamos que el pobre amigo hundido por su reciente experiencia tenga que acabar animándonos a nosotros.
Y no contentos con ello, si pese a todo, el tenaz y atormentado hombre nos consigue contar por encima su problema, no tardaremos en regalarle consejos basados en nuestra experiencia personal: “Tú lo que tienes que hacer es ponerte de nuevo a estudiar” o “búscate otro empleo”.
Lo que no entendemos desde un principio es que nuestro colega con casi total seguridad no quiere consejos ni busca nuestra opinión o un juicio sino simplemente un oído que le escuche paciente, que empatice con su historia y que sea capaz de entender que nadie puede resolver el problema de otro. Si acaso un abrazo, un gesto de cariño
Y es muy probable que no los acepte o que no se adapten a él y que siga intentando narrar sus peripecias, en cuyo caso, lo más común es que empecemos a mirar el reloj, que nos agobiemos porque ya no tenemos nada más que aportar y que busquemos una excusa para marcharnos cuanto antes de ese amigo que comienza a ser un verdadero tostonazo con su cansino discurso.
Eso sí, después nos sentiremos grandes confidentes de nuestros amigos y alardearemos de cuánto nos gusta ayudarles. Lo que no entendemos desde un principio es que nuestro colega con casi total seguridad no quiere consejos ni busca nuestra opinión o un juicio sino simplemente un oído que le escuche paciente, que empatice con su historia y que sea capaz de entender que nadie puede resolver el problema de otro. Si acaso un abrazo, un gesto de cariño y unas palabras de consuelo al final para que sepa que estamos a su lado.
De eso se trata la escucha activa, de poner más atención a lo que dice el otro y de estar menos preocupado de lo que tengamos que decir nosotros. Y aunque pueda parecer algo simple y sin importancia, supone la diferencia entre entendernos con el mundo o enfrentarnos a él.
Claro que en una sociedad en la que estamos acostumbrados a valorar más al que más grita, empezando por nuestra televisión, donde los debates se hacen a fuerza de interrupciones de los contertulios, es difícil cambiar el chip, pero no imposible.
Aun así, os invito a intentarlo: poned ambos oídos al servicio del que habla y dejad de juzgar durante una conversación, pensad cómo lo está pasando él y tratad de animarle solo cuando haya acabado y si él lo propicia. Tal vez entonces veáis que surge una complicidad que antes nunca habría sido posible y desde entonces, vuestro amigo, vecino o familiar se sienta más cerca de vosotros.