Esclava sexual
Esta es la historia de María, una joven recién licenciada española de 23 años embarazada de un niño que se lanzó a la aventura de la emigración para vivir un sueño y acabó padeciendo la peor de sus pesadillas.
Cuando María le contó a su pareja que iba a ser padre, este la rechazó. Era un hombre casado y no tenía ninguna intención de iniciar una vida en común con ella abandonando a su familia. La animó a abortar pero no entraba dentro de sus planes, así que profundamente enamorada y decepcionada empezó a estudiar otras opciones. Hija de un matrimonio de trabajadores, tampoco su situación económica le permitía vivir de ellos, especialmente después del esfuerzo que habían hecho para pagarle los estudios. Acababa de terminar derecho y oteando las ofertas de empleo y teniendo en cuenta las experiencias de sus amigas, María tomó la firme determinación de probar suerte en Estados Unidos. Una amiga le habló de una agencia que la llevaría al país de destino y le encontraría trabajo precario: como cuidadora de ancianos, limpiando casas…lo que fuera, para empezar era suficiente. En cuanto dominara el idioma podría acceder a puestos mejores. Debía pagar 30.000 euros, pero las condiciones eran tan ventajosas que le permitirían ir costeándolo a plazos, en función del sueldo que cobrara. No le pareció una mala opción de vida y no lo pensó demasiado. Tampoco veía otras posibilidades de futuro.
Al llegar a Nueva York la amabilidad de los miembros de la agencia dio paso a una acritud fuera de lugar. Lo primero que hicieron los dos mastodontes que la recibieron en el aeropuerto fue cogerle el pasaporte e introducirla de malos modos y casi con empujones en una furgoneta con otras mujeres de edades similares. Algunas de ellas lloraban de desesperación: había europeas, africanas, sudamericanas, pero ninguna española más. Fue un viaje largo, durante el cual una chica se mareó y pidió una bolsa al acompañante del conductor a través de una pequeña ventanilla sin obtener respuesta, y acabó vomitando. Ante el intenso olor en el suelo del vehículo, otras sintieron náuseas y terminaron imitándola. María consiguió aguantar pese al insoportable hedor que se respiraba. Nadie entendía nada, ni tampoco hablaba, como si sobrevolara por el aire el temor a que alguien les fuera a contar lo que ya intuían y no querían reconocer que les iba a suceder. Al llegar, cuatro horas después, las condujeron a una vivienda en mitad de la nada y les explicaron en inglés que habían contraído una deuda con la agencia y que hasta que no quedara saldada ni recibirían los pasaportes ni podrían marcharse de allí. A duras penas, María logró entender que no había ningún trabajo de tareas del hogar, ni de cuidado a mayores, solo un club que les enseñaron y por el que dedujo que su labor iba a ser la prostitución.
No había lágrimas suficientes para soltar ni jamás se había sentido tan desdichada. En los siguientes meses, tuvo que amoldarse a una vida sinsentido, viendo crecer su barriga y el paso de hombres brutos y sin miramientos por su dormitorio
No salía de su asombro, no comprendía cómo podían suceder estas cosas, trató de explicarles que estaba embarazada, que necesitaba cuidados pero solo recibió varios tortazos como respuesta. La encerraron en una habitación con otras dos chicas de 18 años igual de asustadas que ella.
Dos días más tarde empezaron a llevarle clientes, hombres obesos entrados en años que ella rechazó con violencia. Cuando uno de los mastodontes se percató de su actitud la llevó a empellones a otra habitación y le dio una paliza descomunal: “A partir de ahora esta es tu vida. Si no haces lo que te pedimos, acabarás pagando con ella”.
No había lágrimas suficientes para soltar ni jamás se había sentido tan desdichada. En los siguientes meses, tuvo que amoldarse a una vida sinsentido, viendo crecer su barriga y el paso de hombres brutos y sin miramientos por su dormitorio. No veía un dólar, todo se lo quedaban quienes la alojaban, y tampoco podía salir sola de aquel edificio. Siempre la vigilaban, podía llamar por teléfono a casa de vez en cuando solo para decir que estaba bien. Nada más nacer su pequeño, se lo quitaron y le dijeron que cuando pagara todo lo que debía se lo devolverían.
El sufrimiento era tal que hubiera querido morirse de no ser por ese pequeño que dependía de ella incluso en la distancia. Jamás hubiera podido llegar a imaginar que se pudiera odiar tanto, que se alcanzara tal grado de repulsión hacia alguien. La alimentación era insuficiente, pero tenían la posibilidad de tomar drogas, con mesura. María declinó esta invitación por su hijo. El calvario duró algo más de dos años entre palizas y clientes. Un día, sin más, le dieron el pasaporte, le dijeron que la deuda por fin estaba saldada y que era libre. Claro que también le advirtieron de que tratar de ir contra ellos hubiera significado su muerte y la de su hijo, así que era mejor olvidarse del tema.
Al salir de allí, con su pequeño en brazos, la brisa le devolvía el aliento que había perdido en esos últimos años. No sabía si llorar o reír, adónde ir ni qué hacer pero poco a poco la libertad se fue acomodando a sus huesos. Echó una mirada atrás y empezó a comprender que el edificio que estaba viendo era parte del ayer aunque iba a necesitar mucho tiempo y nuevas experiencias para retomar lo que en un pasado que quedaba ya lejano había sido su vida.
En realidad, la historia de María no se produjo exactamente así. Ella no era española sino brasileña, y no viajaba a Estados Unidos sino a Madrid. Excepto estos datos, el resto forman parte de una vida real, similar a la de tantas mujeres que hoy en día, ahora mismo, tal vez cerca de nosotros están sufriendo la condena de la prostitución por culpa de unas mafias que las utilizan hasta exprimirles el jugo y después las abandonan como a perros malheridos. Algunas acaban recuperándose y otras nunca consiguen retomar la paz, pero todas ellas quedan marcadas con un estigma que las acompañará el resto de su vida. Todavía en el siglo XX millones de personas en todo el mundo son esclavas sexuales y no hay que irse a un país subdesarrollado o a miles de kilómetros de distancia para encontrar historias semejantes. Es una de las paradojas de un mundo donde este tipo de dramas personales se esconden bajo la alfombra, seguramente porque sus protagonistas no tienen dinero, ni poder y ponen de manifiesto lo peor de la condición humana. Mientras tanto, seguimos centrados en una corrupción que ha dejado de tener coste político, en el partido de la Champions de turno o en el pavor a un ataque terrorista y así desviamos nuestra atención de esos otros asuntos que suceden ante nosotros. Al fin y al cabo, no podemos hacer nada al respecto… ¿O sí? Es mejor no planteárnoslo…¿O sí?