Epi y Blas, amigos y amantes
Los youtubers son ahora los principales modelos que nuestros niños tienen en televisión. Y cuando uno los ve y hablan de likes, de followers y de views, uno no puede evitar empezar a sentirse un poco extraterrestre. Nuestros hijos admiran a El Rubius, Los Carameluchi o a la familia The Crazy Haacks, y pasan horas delante de estos personajes, que llenan el hueco de la falta de esos programas infantiles, tan épicos como educativos, que hicieron las delicias de los que éramos los niños de los años 70 y 80.
Si vuelvo a aquella época, no puedo olvidar a los personajes de Barrio Sésamo, Chema, el panadero, Don Pimpón o el mismo Espinete, del que descubrimos, siendo mayores, su secreto mejor guardado: no era un puercoespín sino una mujer y… lo más fuerte: estaba casada con el panadero Chema. ¡Quién lo iba a decir! ¿Y qué me dicen de la Bola de Cristal? Con esa bruja Avería que acompañaba a Alaska y a los electroduendes en una canción que incluía palabrejas que nunca antes habíamos escuchado como «faradio», «culombio» o «vatio» y, a través de la cual, descubrimos que se trataba de términos científicos.
No teníamos PlayStation, ni Nintendo, ni internet, ni siquiera móviles… es más, solo los más aventajados disponían de teléfono fijo. Así que aprendimos a jugar a las canicas o a las chapas, que recogíamos en el suelo de los bares, dentro de las cuales metíamos trozos de cáscara de naranja para que fueran más pesadas y estables. Y esas chapas se convertían en nuestros jugadores de fútbol o en competidores en una carrera de obstáculos. Teníamos que utilizar la imaginación a falta de tantas alternativas: el pañuelo, el escondite o los cromos
Yo era de esa generación que salíamos a comer a las doce y cuarto del mediodía y volvíamos a entrar a las dos y cuarto, hasta las cinco de la tarde, porque no había jornada continua y solo aquellos que vivían lejos del colegio se quedaban en el comedor. Y una vez que se acababa, recuerdo las carreras que me daba, como si me fuera la vida en ello, para llegar a casa pronto. Con la merienda de nocilla, de mantequilla, de chorizo, salchichón o jamón york, porque en ese momento se consideraba que había que comer mucho para crecer y que alguien gordito rebosaba salud, los niños sentíamos que la vida comenzaba de nuevo. Jugábamos solos en la calle desde muy pequeños, sin la presencia de adultos, al menos en mi pueblo, y los chavales mayores del barrio se encargaban de controlar a los menores, lo cual significaba que teníamos que aguantar algún que otro cogotazo si no les obedecíamos. Abusaban, claro, y nosotros aprendíamos a vivir en una sociedad de fuertes y débiles, de poderosos y frágiles hasta que les disputábamos el puesto, muchas veces a fuerza de peleas, mientras los padres nos controlaban de vez en cuando desde los balcones.
No teníamos PlayStation, ni Nintendo, ni internet, ni siquiera móviles… es más, solo los más aventajados disponían de teléfono fijo. Así que aprendimos a jugar a las canicas o a las chapas, que recogíamos en el suelo de los bares, dentro de las cuales metíamos trozos de cáscara de naranja para que fueran más pesadas y estables. Y esas chapas se convertían en nuestros jugadores de fútbol o en competidores en una carrera de obstáculos. Teníamos que utilizar la imaginación a falta de tantas alternativas: el pañuelo, el escondite o los cromos.
Formo parte de ese grupo de niños que cuando rellenaba la inscripción del colegio en la profesión del padre ponía obrero y en la de la madre, sus labores. Nunca tuve niñera y solo en ocasiones me cuidaba la vecina de mi madre, su mejor amiga. Y es que, con tan solo 16 años, ella dejó la casa paterna en Andalucía para trabajar en el País Vasco
Formo parte de ese grupo de niños que cuando rellenaba la inscripción del colegio en la profesión del padre ponía obrero y en la de la madre, sus labores. Nunca tuve niñera y solo en ocasiones me cuidaba la vecina de mi madre, su mejor amiga. Y es que, con tan solo 16 años, ella dejó la casa paterna en Andalucía para trabajar en el País Vasco. Así que, no disponía de la ayuda familiar y se contentaba con la colaboración puntual de la amiga, también andaluza, para dejarnos un rato, si tenía que salir a hacer recados cuando estábamos enfermos y no podíamos ir al colegio. A decir verdad, siempre recuerdo a mi madre con nosotros, mientras papá trabajaba y después se dedicaba a otras tareas: ver el telediario, dormirse en el sofá e incluso echarnos la bronca para convertirnos en mansos gatitos… supongo que también serían sus labores.
También escuchábamos que había secuestradores que venían por la zona a llevarse a niños y sentíamos miedo, pero cuidábamos unos de otros. Crecimos en una incipiente democracia y sin precariedades económicas ni lujos. Nuestros padres nos llamaban privilegiados porque no pasamos hambre como ellos, pero lo cierto es que no podíamos tener todo lo que pedíamos. Y cuando habíamos crecido lo suficiente, llegaba el regalo de Reyes Magos más esperado, ese que se convertía en el más soñado durante años: la bicicleta. Una Orbea azul, nuevecita, en mi caso, con la que sentí por primera vez lo que era la libertad, sin necesidad de motos ni coches, porque aún era un chaval para eso. Y tanto me gustaba, que ese año ni siquiera me apetecía ir de vacaciones a Andalucía, donde regresaba a casa de mis abuelos en un autobús pirata que tardaba hasta 20 horas en atravesar todo el país, de norte a sur, o, si había suerte, en el coche de mi primo, con seis viajeros en un Seat 850, porque yo era un niño pequeño y podía sentarme encima de mi padre y en ese momento tampoco había temor a las multas policiales.
Lo que no entiende Frank Oz es que nuestra generación creció escuchando con orgullo que la cerdita Peggy y la rana Gustavo eran novios, nunca se ocultó su orientación, pero jamás se habló de Epi y Blas en ese sentido, pese a que era obvio que una relación de convivencia entre dos amigos adultos del mismo sexo no es excesivamente frecuente. Y si nos hubieran dicho entonces que las dos marionetas hombres eran novios nos hubiéramos escandalizado. Hoy, solo supone una anécdota curiosa y divertida, excepto cuando él sale a desmentirla.
Lo que no entiende Frank Oz es que nuestra generación creció escuchando con orgullo que la cerdita Peggy y la rana Gustavo eran novios, nunca se ocultó su orientación, pero jamás se habló de Epi y Blas en ese sentido, pese a que era obvio que una relación de convivencia entre dos amigos adultos del mismo sexo no es excesivamente frecuente. Y si nos hubieran dicho entonces que las dos marionetas hombres eran novios nos hubiéramos escandalizado. Hoy, solo supone una anécdota curiosa y divertida, excepto cuando él sale a desmentirla.
Parece, efectivamente, que hemos avanzado hacia la sociedad tecnológica y dejamos atrás nuestros cromos y nuestras canicas, pero todavía sigue habiendo temas que suponen un escollo y que da la impresión de que es mejor seguir escondiendo en el armario.