Sierra Nevada, Ahora y siempre.

Dylan en la época de la reproductibilidad técnica

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Miércoles, 2 de Septiembre de 2015
Dylan en el concierto de Granada.
Indegranada
Dylan en el concierto de Granada.

 "Ya he dicho lo que tenía que decir, y no creo que pudiera hacerlo mejor que en algunas de estas canciones. Una vez que he dicho lo que necesito decir en una canción, se acabó, no quiero repetirme". 

Bob Dylan, 1980.

Walter Benjamin, el filósofo alemán asociado a la primera generación de la Escuela de Frankfurt, escribió un ensayo en los años treinta con el sugerente título de  “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”. En dicho ensayo analizaba el impacto de la implantación de las nuevas técnicas de reproductibilidad técnica en el arte. “La transformación de las técnicas de reproducción cambia los modos de percepción”, es la frase que define su conclusión. El cine o la fotografía serían ejemplos utilizados por Benjamin. Los cambios en la producción, vistos desde un punto de vista marxista, subsumen la creatividad y la capacidad crítica de la obra a la rentabilidad.

Y es precisamente en esas palabras del malogrado filósofo, en las que no podía dejar de pensar tras mi enésima discusión sobre lo acontecido en el concierto de Bob Dylan en Granada, el pasado mes de julio. Básicamente dos argumentos críticos se repetían en dichos debates por parte de los decepcionados asistentes. Por un lado el “distanciamiento” del artista con el público, la nula conexión emocional que tuvo con los aficionados y a la que estamos acostumbrados por parte de otros artistas, e íntimamente relacionado con este distanciamiento emocional, argüían que aparte de negarse a realizar un concierto de sus “grandes éxitos”, en directo retuerce las canciones a través de sus arreglos y entonación, de tal manera que las vuelve irreconocibles para el público, deseoso de unirse al artista en una comunión espiritual de vivencias compartidas a través de esas canciones, un éxtasis efímero pero lleno de gloria.

Obviando el debate sobre el Dylan poeta, pues eso nos llevaría a otras  polémicas, la música, al igual que otras artes, se vio singularmente afectada por dichos cambios en la producción, de los que hablaba Benjamin. Antes, la partitura de la obra era la desencadenante de la interpretación en vivo, única en cada experiencia. Una vez que cada ejecución se puede grabar y distribuir, se pierde esa singularidad. Dylan es consciente de eso, su obra grabada gana en difusión, en popularidad, pero es una obra que ya no refleja lo que él quiere expresar. Sus intenciones artísticas. Por lo tanto, si el público quiere conocer sus intenciones artísticas y acceder a ellas a través de su propia “escucha” puede hacerlo con esos soportes técnicos, cd, vinilo o copia digital, para entendernos.

Pero no es la obra que ofrece en un concierto. La singularidad de la música en vivo es algo que los artistas, salvo los que son productos comerciales sin valor estético, intentan distinguir en esa experiencia en vivo a través de improvisaciones o cambios ligeros en los arreglos, pero siempre manteniendo el parecido con la obra grabada que permita la comunión “sagrada” con el público, que les recuerde la experiencia vital o estética que cada uno asoció en su momento a la obra grabada en un soporte. Es una opción, no es la opción de Dylan.

Hay dos conceptos estéticos, dos categorías que podrían arrojar luz a la experiencia estética de un concierto de Bob Dylan, el desinterés y el distanciamiento.

El desinterés es un concepto estético que proviene de Kant, que le permite afirmar que lo bello captado en el objeto es su “finalidad sin fin”, un modo peculiar de atención estética que se diferencia del “interesado” conocimiento de otro tipo. Otros filósofos posteriores se encargaron de retomar  el concepto, pero sin entrar en disquisiciones más complejas, creo que Dylan, al desvincular sus conciertos de cualquier relación con el pasado, exige del espectador ese desinterés por todo lo ajeno a lo que en ese preciso momento está experimentando. Evita pues cualquier nostalgia vital o artística, propia y ajena y propone un juego estético centrado en el presente del artista y del sujeto que percibe lo creado.

El distanciamiento es un concepto que en última instancia remite también a Kant y está por lo tanto hermanado con el de desinterés, en la medida que supone mantener lo “práctico” al margen de la atención estética del sujeto, pero añade el elemento emotivo a la hora de percibir la obra. Distanciarse de los propios afectos permite vislumbrar la especificidad de lo percibido desde una perspectiva estética propia y única.

Es evidente que lo quiera o no, la reinterpretación y la distancia en la presentación de su obra que ofrece Dylan en directo provoca ese efecto. Lo cierto es que o lo tomamos y disfrutamos de la perspectiva única y fugaz alejada de emociones vinculadas al pasado o nos frustramos. Yo opté más bien por lo primero y disfruté, aunque he de reconocer que no creo que sucediera lo mismo con la mayoría de los asistentes, aunque no soy yo quien ha de juzgarlos. Al fin y al cabo también hubo quien estuvo más pendiente de inmortalizar el evento en esta época de “selfies” y de “yo he estado aquí”, etiquetados al vacío en Facebook o Twitter. El arte, su experiencia estética, no puede ser meramente pasiva, exige.

Como conclusión, uno no está seguro de si este pequeño esfuerzo interpretativo no provocaría sino una ligera sonrisa burlona del propio Dylan, porque al fin y al cabo, no cabe duda de que cualquier intento de analizar su personalidad artística, que no es sino una más de las máscaras que el personaje utiliza para enfrentarse al mundo, lleva al absurdo, pero quién no encuentra que el teatro en el que desarrollamos la tragicomedia de nuestras vidas no es sino absurdo. Al fin y al cabo, hay arte porque el mundo es absurdo, y qué mejor respuesta al absurdo que perderse “esforzadamente” en el goce estético. 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”