'El debate sobre la exposición pública de tu vida privada'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 27 de Febrero de 2022
"Diana", de Mark Wallinger.
National Gallery de Londres
"Diana", de Mark Wallinger.

'Se debe respetar la norma de que lo que se oculta de manera deliberada o involuntaria sea deliberada o involuntariamente respetado'. Georg Simmel

El mundo ha cambiado en las últimas décadas de manera extraordinaria. Nunca, en ninguna de las revoluciones tecnológicas previas que ha vivido la humanidad el cambio se había acelerado de tal manera, que en apenas una década una generación pueda quedar desfasada de la siguiente. Todos aquellos que se creen a salvo de desgarros como el denunciado por la campaña soy mayor, no idiota, pueden verse arrastrados a sufrir algo parecido en pocos años. Nadie está a salvo del descontrol tecnológico que estamos viviendo, ante el cual ni estamos preparados, ni conocemos las consecuencias.  Y lo que es peor, no es que el común de los mortales no entendamos nada o controlemos lo más mínimo, es que aquellos poderes públicos que deberían velar por mantener el control se encuentran tan desconcertados, que han perdido la capacidad de anticiparse a las empresas que se aprovechan. Las instituciones públicas se ven desbordadas y sin herramientas para reaccionar. No hay nada más estúpido que tratar de resolver un problema de comunicación con un bot, ya sea para solventar un problema con el banco, de salud, o de cualquier tipo, pero ahí estamos, encantados con los sucedáneos del trato humano que nos venden como un logro que cambiará nuestra vida radicalmente. Tan extraña resulta la experiencia de que una persona, un ser de carne y hueso, comprensivamente escuche tus problemas, tus necesidades, sea para pedir una cita en el medico, sea para resolver tus dudas sobre cómo pagar un impuesto o arreglar una avería, que casi lloramos de alegría al saber que hay alguien real al otro lado de la línea.

Pretender hoy día mantener un atisbo de privacidad es tarea hercúlea, a no ser que te conviertas en una especie de paria social que renuncia a las regalías que ofrece nuestra permanente exposición pública. Ni en lo laboral, ni en lo personal, ni en lo social, se ve con buenos ojos a quien decide mantener su intimidad en el espacio reservado que tan adecuado resultaba hasta hace bien poco tiempo

Numerosos han sido los cambios culturales que el desborde tecnológico ha provocado, pero uno de los más preocupantes, tanto por sus consecuencias, como por la tácita aceptación que hemos hecho como sociedad, es la absorción de la esfera de lo privado por empresas que tratan de aprovechar cada pequeño deseo, rincón, anhelo, experiencias o espacios de tu vida. Pretender hoy día mantener un atisbo de privacidad es tarea hercúlea, a no ser que te conviertas en una especie de paria social que renuncia a las regalías que ofrece nuestra permanente exposición pública. Ni en lo laboral, ni en lo personal, ni en lo social, se ve con buenos ojos a quien decide mantener su intimidad en el espacio reservado que tan adecuado resultaba hasta hace bien poco tiempo. Resulta sospechoso que no tengas redes sociales. Antes compartías con tus amistades más íntimas tus deseos, expectativas, miedos, hoy día si no te expones, si mientras más gente mejor no tiene acceso a tus gustos, a tus dramas, a tus alegrías, no eres virtual, ni realmente, nadie de interés. Un rarito.

Lo privado siempre se ha entendido como el ámbito propio de cada cual, mientras que lo público era aquel espacio social compartido. Las fronteras estaban meridianamente claras, y únicamente, y a regañadientes, permitíamos que el Estado tuviera bajo estrictos controles acceso a esa esfera personal. Hoy día cualquiera de los conglomerados empresariales que dominan y abanderan la transformación tecnológica, poseen información personal acerca de cada uno de nosotros que haría palidecer de envidia a la que antaño poseía cualquier tirano totalitario. Estas opacas compañías saben más de cualquiera de nosotros que un Estado democrático. Se adelantan a los controles democráticos, aprovechan argucias legales. Los conglomerados tecnológicos burlan a los Estados democráticos lastrados por la burocracia jurídica, y la imposibilidad de ponerse de acuerdo las potencias mundiales, en un campo, el de los avances tecnológicos, que se ha convertido en un nuevo escenario de conflicto geopolítico.

Si todo se vende y se compra, ya no existe lo privado y los limites se han desdibujado hasta hacerlos irreconocibles. ¿ Por qué no aprovecharse sin importar ni el daño ni las consecuencias?

Hemos convertido encantados, como niños cegados por golosinas, gran parte de nuestra intimidad en mercancía pública. Pero cuando lo privado se convierte en parte de lo público, dejas de tener control sobre ello, es una mercancía más que se privatiza, pertenece al mercado, no a ti. El agua derramada no puede recogerse, y tu vida vendida a trozos tampoco. Gente extraña se enriquece con lo más preciado que hay en ti, tu esfera personal. No hay derecho a nuestra confidencialidad. Y eso ha repercutido en la vida de ciudadanos medios y de famosos casi por igual. Antaño existía un acuerdo tácito en los medios de comunicación sobre lo que podía compartirse y lo que no acerca de aquellos personajes con exposición pública. Existían debates éticos sobre hasta qué punto era legítimo dar información sobre una persona que atañía únicamente a su esfera privada. Hoy no hay debate, si se puede explotar la noticia para ganar dinero se hace. Se ha perdido la vergüenza propia y ajena. De la ética profesional mejor no hablar. Todo por el “interés público”. Podemos consolarnos pensando que eso únicamente afecta al famoso o al aspirante a famoso, pero la mal denominada democratización de las redes sociales si algo ha mostrado, es que hasta el más común de los mortales, una vez que ha expuesto públicamente su vida, corre el riesgo de ser sometido a algún tipo de acoso virtual. Si todo se vende y se compra, ya no existe lo privado y los limites se han desdibujado hasta hacerlos irreconocibles. ¿ Por qué no aprovecharse sin importar ni el daño ni las consecuencias? Si todo deviene en espectáculo, no debemos extrañarnos que nosotros mismos podamos terminar convertidos no solo en espectadores, sino en víctimas de escarnio público en cualquier e inesperado momento.

Es un juego perverso de equívocos auspiciado por una pésima lectura de lo que supone convertir lo privado en público

Antaño la amistad y el amor se veían reforzados por la confianza que suponía dar acceso a una parte de tu intimidad, de tu privacidad, a un selecto grupo de personas. Así se construían relaciones, jerárquicamente determinadas por la confianza. Si esa confianza se quebraba, esa persona perdía acceso a esa intimidad. Hoy día la intimidad queda tan desdibujada, que lo mismo ha sucedido con la amistad o el amor. Consideramos tener a derecho a la amistad, y por tanto acceso a esa esfera de privacidad, a personas virtuales, con las que nunca hemos tenido trato, ni confianza, pero como compartíamos imágenes personales, gustos, juegos, o lo que sea con ellos, creemos que tenemos derecho a que nos correspondan de la misma manera. Es un juego perverso de equívocos auspiciado por una pésima lectura de lo que supone convertir lo privado en público.

Y no hay peor pesadilla que despertarte un día y darte cuenta de que casi nada de lo que importa en tu vida es real, y lo que es real, lo has vendido a empresas a las que importas bien poco, salvo su obtención de beneficios

Pongamos como conclusión a este debate lo que implica hacer depender toda tu vida del uso, personal, profesional, en ocio, trabajo, amores y desamores, de un simple móvil, que se usa para casi todo, salvo para lo que se debería hacer; hablar voz a voz con aquellas personas queridas con las que por una circunstancia u otra no podemos hacerlo cara a cara. Que el móvil sea todo para ti, significa que rara vez puedas desconectar de todas esas redes que tan falsamente has convertido en reales. Todo el día y toda la noche expones tu vida a ellas. No hay límites, y la voracidad de los metaversos y similares lo que pretenden es ir cada vez más allá. Todo se desdibuja, nada real permanece. Los sueños virtuales terminarán por convertirse en edulcoradas realidades, mientras la amarga realidad se desdibujará. Lo que no se nos dice es que donde hay sueños, hay pesadillas. Y no hay peor pesadilla que despertarte un día y darte cuenta de que casi nada de lo que importa en tu vida es real, y lo que es real, lo has vendido a empresas a las que importas bien poco, salvo su obtención de beneficios.

Pensémonos un poco hasta qué punto queremos convertir lo privado de nuestras vidas en carne de exposición pública. Hasta qué punto es sano que lo que antes quedaba reservado a unas pocas personas de un íntimo círculo de confianza, se despedace para venderlo al mejor postor en una exposición pública, y que creas que, por estar conectado virtualmente con miles de personas, a estas personas les importas de verdad, mientras ignoras a las personas que importas y tan sólo se encuentran a un “metro” de distancia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”