Cuatro lecciones de la filosofía helenística en tiempos de pandemia. Parte I: cínicos y escépticos
'La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer'. Bertolt Brecht
Vivimos desconcertados, para qué negarlo. No solo por la pandemia, ya habíamos hecho méritos en las décadas anteriores, pero sin duda ha sido la gota, o más bien el océano, que ha colmado el vaso de la burbuja en la que vivíamos en el mundo occidental. El desastre que nos ha atropellado en los últimos meses ha influido lo suyo en provocar que andemos más desorientados que un buceador en el desierto del Sahara. No estábamos preparados para lo imprevisto, pero como suele suceder en tantos ámbitos de la vida, lo imprevisto sucede. Y salvo aquellas mentes privilegiadas conocedoras del porvenir, que han surgido al calor de las divinas tertulias de sabelotodos y el “ya te lo dije” que ha inundado las redes sociales estos meses, la triste verdad es que nadie sabía, ni se imaginaba, que algo así podría suceder tan rápido, y tendría un impacto tan brutal. Ni siquiera los atribulados científicos, aunque algo pudieran sospechar, que ya tienen suficiente merito haciendo lo que hacen, con las migajas que la sociedad les destina para que investiguen aquello que no produce un beneficio económico, o una rentabilidad política inmediata.
Ya no podremos decir que nos ha pillado un imprevisto, porque es más que previsible, pero así es la especie humana, nos desconcertamos cuando nos sucede lo imprevisto, y nos quejamos amargamente cuando nos sucede lo previsto
Otra cosa es hoy día, ya advertidos, un día sí y otro también, de cómo debemos actuar, lo que no implica que lo hagamos, porque la ciencia con su tentativo camino lleno de obstáculos terminará por dar con una solución, pero la estupidez del común humano para no hacer caso a las advertencias, mientras eso sucede, es harina de otro costal. Lo vemos con el cambio climático, con los científicos quedándose afónicos por advertirnos, pero aunque en este caso sea bastante más previsible el desastre, ojos que no ven, corazón que no siente. Con la pandemia es cada día más evidente que vamos de brote en brote, hasta que lleguemos al rebrote final que nos deje tiritando, en lo social, en lo económico, y lo que será más trágico, en el coste de vidas humanas. Ya no podremos decir que nos ha pillado un imprevisto, porque es más que previsible, pero así es la especie humana, nos desconcertamos cuando nos sucede lo imprevisto, y nos quejamos amargamente cuando nos sucede lo previsto.
El optimismo que vivimos a finales del siglo XX, que prometía una era poco menos que idílica, ha sido sustituido por el pesimismo de un siglo XXI desolador. El viejo mundo de los bloques que enquistó las relaciones internacionales durante décadas murió, pero el nuevo mundo prometido no acaba de nacer, donde había unos bloques y una guerra fría, ahora hay otros con actores distintos, pero con la misma ceguera. Donde había optimismo por el avance de la democracia más allá de las privilegiadas sociedades occidentales, nos encontramos con que no solo no ha avanzado en esos países, sino que el denominado primer mundo ha retrocedido en libertad y democracia a pasos agigantados, contaminados por populismos, bulos y con un auge aterrador de movimientos de extrema derecha. Allí donde la tecnología nos iba a hacer la vida más fácil, resulta que en lugar de sanar nuestro aislamiento y soledad ha creado nuevas patologías y enfermedades mentales, allanando el camino al odio cuando creíamos que alimentaría la tolerancia. Allí donde preveíamos que iba a fomentar la difusión libre del conocimiento y la búsqueda de la verdad, ha contribuido como gasolina al fuego a que las mentiras pasen a primera línea, enquistando nuestras sociedades.
No es la primera vez que la humanidad se encuentra atrapada entre un mundo que agoniza y otro que espera nacer; ni será la última, pero, ya que por mucho que se empeñen los que lo aciertan las quinielas los lunes, como decía el paciente ministro Illa en el torbellino de la pandemia, el desconcierto nos acompañará muchos meses, dediquémonos a hacer algo útil, más allá de dividirnos entre los que actúan inconscientemente y los que observan con pánico la deriva de la inconsciencia
No es la primera vez que la humanidad se encuentra atrapada entre un mundo que agoniza y otro que espera nacer; ni será la última, pero, ya que por mucho que se empeñen los que lo aciertan las quinielas los lunes, como decía el paciente ministro Illa en el torbellino de la pandemia, el desconcierto nos acompañará muchos meses, dediquémonos a hacer algo útil, más allá de dividirnos entre los que actúan inconscientemente y los que observan con pánico la deriva de la inconsciencia, y aprendamos de las lecciones de la historia y aprovechemos para obtener herramientas que no ayuden a mantener un poco de serenidad y dignidad en tiempos de pandemia, que no es un mal principio.
La filosofía helenística, último tercio del siglo IV a.C hasta el I a.C, fue fértil en propuestas filosóficas para frenar el desconcierto ante un mundo que fallecía, una época atrapada entre la época dorada de la Grecia Clásica, y un mundo que habría de venir, el del dominio del Imperio Romano; donde antaño el ciudadano se sentía amparado, orgulloso y conocedor de su lugar en el mundo, en pocas décadas, todo esa seguridad se desvaneció. Donde antes la gran preocupación era aumentar el saber teórico, ahora la principal era cómo sobrevivir a un mundo que no terminaban de comprender, donde la inseguridad sustituía a la seguridad, y donde el caos jugaba un papel predominante en las perspectivas de futuro ante un orden que se desmoronaba. Algo nos suena la melodía de esa canción a los protagonistas de estas dos décadas que llevamos de siglo XXI. Cuatro filosofías nos dejaron algunas lecciones tan útiles por aquel entonces, como útiles pueden resultar para el desconcierto actual, cada una apta para una personalidad distinta, o para inquietudes divergentes, solo hemos de escoger aquella que mejor se nos adapte, o picar un poco de cada una, que tampoco es mala opción. Comenzaremos esta semana con breves lecciones morales de dos corrientes helenísticas consideras menores, el cinismo y el estoicismo, pero no por ello menos aprovechables e interesantes. La semana que viene culminaremos con las dos más preponderantes, cuya sabiduría aún tiene algo que decir en el desconcierto actual, a pesar de los más de dos milenios que han trascurrido, el estoicismo y el epicureísmo.
Si lo llevamos a la exageración el cínico puede convertirse en una mala caricatura, pero si trascendemos a la misma, no todo es negativo o zafio en esta filosofía de vida. Para el cínico es absurdo creer que vayamos a salir mejores personas de la pandemia, o que una vez pasado el apremio de esta pandemia, vayamos a dedicar recursos para prepararnos para la próxima
El cinismo, una psicología para el desconcierto: El cínico ha perdido la fe, si alguna vez la hubiera tenido, en que ni los poderes públicos, ni la sociedad puedan salvarnos del desconcierto, menos aún del desastre de una pandemia. La única persona en la que puedes confiar plenamente es en ti mismo. Más que una doctrina filosófica, el cinismo es una actitud, una psicología ante una vida que se ha vuelto hostil, vencida por el hastío de una dinámica negativa imposible de doblegar. Una sociedad lastrada por la hipocresía y la falsedad de unas promesas de un mundo nuevo, y mejor, que son solo ilusiones para controlarte. Consumismo desaforado anclado en el aquí y ahora, en lo que valía hace cinco minutos, ya no vale para dentro de otros cinco. Una tecnología afrodisiaca para tentarte y adormecer cualquier sentido crítico, y hacerte creer que no estás solo, a pesar de la intranscendencia que te rodea. En resumidas cuentas, el canto de las sirenas de La Odisea de Ulises hecho realidad, o si transcendemos a tiempos actuales la metáfora, una Matrix que nos rodea y nos ciega, incapaces de reaccionar a un mundo real mucho más cruel y desolador de lo que podamos imaginar. El cínico ha decidido tomarse la pastilla que le despierta de esta Matrix y está dispuesto a pagar el precio. Es una filosofía, un modo de vida apto para sobrevivir al desencanto que parte de una idea muy básica; la mejor manera de no llevarte más decepciones es venir al mundo llorado desde un principio, y saber que todos y todo va a decepcionarte tarde o temprano. Lo mejor que puedes hacer es volver a lo básico. Y qué es lo básico; contentarte con lo que tienes, y no aspirar a nada que te esclavice a deseos innecesarios.
Para el cínico es absurdo creer que vayamos a salir mejores personas de la pandemia, o que una vez pasado el apremio de esta pandemia, vayamos a dedicar recursos para prepararnos para la próxima
El sabio es autosuficiente, y poco necesitamos para sobre(vivir). Si lo llevamos a la exageración el cínico puede convertirse en una mala caricatura, pero si trascendemos a la misma, no todo es negativo o zafio en esta filosofía de vida. Para el cínico es absurdo creer que vayamos a salir mejores personas de la pandemia, o que una vez pasado el apremio de esta pandemia, vayamos a dedicar recursos para prepararnos para la próxima. Volveremos una y otra vez a caer en lo mismo, dilapidar recursos naturales que no podemos reponer, gastar en una sociedad absurda de consumo lo que no tenemos, y dejar en manos de inversores privados que saquen el beneficio que puedan a la salud, a coste de la salud de la mayoría. La humanidad no da para más, vienen a decirnos. El cínico sabe que su club es muy exclusivo, y pocos están dispuestos a pagar el precio del escarnio y las burlas que suponen vivir de tal manera que denuncies con tu ejemplo la hipocresía social. Ser cínico es renunciar a cambiar el mundo, porque la única vía es cambiarte a ti mismo, que es lo único que está a tu alcance, probablemente nunca haya suficientes cínicos para que el mundo cambie, pero tú ya no caerás en falsas ilusiones, no te dejarás arrastrar por la podredumbre hipócrita del rebaño, y alcanzarás la suficiente sabiduría para conformarte con aquello que está a tu alcance. Aprenderás a renunciar a todo aquello que te sobra en la vida, que es casi todo. Una especie de filosofía moral a lo Marie Kondo, un poco más salvaje, todo sea dicho, pero en lugar de con objetos de casa, con los deseos y necesidades de la vida.
Al que duda se le mira con recelo. Lo hemos visto en políticos, algún que otro periodista con ansía de celebridad, o en la selva de las redes sociales donde a Fernando Simón, o a cualquier otro científico al que interrogaban se le exigían certezas que la ciencia por su propia naturaleza no puede dar, y que cualquier científico si pretende ser honesto, no puede prometer
El escepticismo, o la duda como freno al desconcierto: una de las características más curiosas de un mundo donde el bulo y la falsedad son celebrados y alentados como si tuvieran el mismo valor que la veracidad, en ciencia, en política o en la vida, es que apenas hay espacio para la duda. Al que duda se le mira con recelo. Lo hemos visto en políticos, algún que otro periodista con ansía de celebridad, o en la selva de las redes sociales donde a Fernando Simón, o a cualquier otro científico al que interrogaban se le exigían certezas que la ciencia por su propia naturaleza no puede dar, y que cualquier científico si pretende ser honesto, no puede prometer. El dogmatismo suele arrasar en tiempos de desconcierto. En Esbozos pirrónicos, hace más de dos milenios, Sexto Empírico lo denunciaba en nombre del escepticismo: Hay quienes afirman que han encontrado la verdad, otros sostienen que no es posible aprehenderla; otros todavía la están buscando. Los que creen que la han encontrado son los que propiamente calificamos de dogmáticos (…) y los escépticos siguen buscando.
El escéptico, al igual que el resto de corrientes del pensamiento helénico, se centra en qué puede hacer el ser humano para conseguir sobrevivir a tiempos inciertos; Aristocles recoge un principio muy sencillo de Pirrón y su discípulo Timón, dos de los fundadores de esta escuela filosófica, para conseguir la felicidad: Debemos hacernos tres preguntas muy sencillas; la primera de ellas es cómo son realmente las cosas. Y la respuesta es sencilla, poco sabemos de cómo son en realidad. Timón decía: no afirmo que la miel es dulce, pero estoy de acuerdo en que lo parece. Tener dudas no significa ser tonto. La pandemia nos ha puesto delante de la cara numerosas dudas; que si mascarillas, que si se contagia por el aire o no, cómo se produce este hecho, y tantas otras cosas sobre las que es razonable no tener certezas absolutas, pero mientras se sigue buscando la verdad, actuemos como buenos escépticos y pongámonos siempre la mascarilla, guardemos la distancia física, y lavémonos frecuentemente las manos, por si…la miel fuera dulce, porque lo parece.
Suspendamos el juicio sobre todo aquello que queramos, pero aceptemos la utilidad de aquello que nos proporciona serenidad, y respetar nuestra salud, y la del prójimo, por muy inundados que estemos de escepticismo acerca de las conclusiones de la ciencia sobre el contagio, nos serán de gran ayuda, porque ese uso de las mascarillas, de la distancia física y la higiene, no solo nos proporcionará serenidad a nosotros mismos, sino a los demás con los que nos cruzamos
La segunda y tercera preguntas son igualmente útiles y sencillas para ayudarnos a buscar la felicidad: qué actitud debemos adoptar frente a las cosas y qué consecuencias se derivan de esta actitud. Es cierto que debemos suspender el juicio sobre cosas que no sabemos cómo son en realidad, pero eso no quiere decir que suspendamos nuestra vida; las leyes y las costumbres nos ayudarán a conseguir la ataraxia, la calma de saber cómo actuar con serenidad. Suspendamos el juicio sobre todo aquello que queramos, pero aceptemos la utilidad de aquello que nos proporciona serenidad, y respetar nuestra salud, y la del prójimo, por muy inundados que estemos de escepticismo acerca de las conclusiones de la ciencia sobre el contagio, nos serán de gran ayuda, porque ese uso de las mascarillas, de la distancia física y la higiene, no solo nos proporcionará serenidad a nosotros mismos, sino a los demás con los que nos cruzamos. Y queda actuar así, o la actitud que con ironía escribía el cómico Javier Cansado: Si llevo la quirúrgica y me cruzo con alguien sin mascarilla me la quito ostensiblemente: lo llamo morir matando.
Sexto Empírico, que además de filósofo escéptico era médico, dejaba bien claro que el escepticismo sobre las grandes cuestiones del mundo; dónde vamos, quiénes somos, de dónde venimos, permítase la anacronía filosófica, todo el que queramos, pero que en la medicina, la experiencia y la observación priman sobre cualquier otra cosa, y que si vemos que una medicina cura a los enfermos y otra los empeora, administremos la que cura, y dejemos de lado la que empeora. Si a estas alturas, por muy escépticos que nos hayamos vuelto, no hemos aprendido por experiencia y observación, qué medidas funcionan para evitar contagios, y cuáles no, qué hemos de hacer, y qué no, y no actuamos en consecuencia, no es que seamos escépticos, es que somos gilipollas.