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'El canto del cisne de la generación Z'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 12 de Diciembre de 2021
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'A los jóvenes del presente les aguarda un brusco despertar. Los países más prósperos de Europa prevén que el desempleo masivo y prolongado regrese del olvido y de su exilio supuestamente permanente. Si se cumple esa oscura premonición, la infinita capacidad de elección y la libertad de movimiento y cambio que los jóvenes llegaron a ver (o, mejor dicho, nacieron viendo) como parte de la naturaleza están a punto de desaparecer'. Zygmunt Bauman, 44 cartas desde el mundo líquido.

En el vértigo en el que habitualmente navegamos,  en el que pasamos de un acontecimiento a otro como si no hubiera mañana, nos hemos olvidado que tan importante como gestionar el presente, es garantizar el futuro. Responsabilidad que cada generación que ejerce el poder debería tener como axioma principal de su gestión. No pensar únicamente en el hoy, o en el mañana que hay elecciones, sino en el pasado mañana, en la semana siguiente o en el mes siguiente, donde otras generaciones tomen el relevo. Desgraciadamente,  a este desolador ritmo de destrucción de oportunidades y sostenibilidad social, económica y ecológica, lo único que van a heredar las futuras generaciones es un páramo. El anhelo por mantener el poder o por alcanzarlo, debilita cualquier mínima muestra de posibilidad de consenso que augure que a nuestros hijos o nietos les espere no ya un futuro mejor, que debiera ser la guía natural de cualquier progreso social, sino que con un grado deprimente de certeza les espera un mundo ostensiblemente peor en el que vivir.

Pareciera que no nos importara lo más mínimo dejarles un mundo donde lo más a lo que puedan aspirar, es a gestionar los desastres que con seguridad les vamos a legar; un cambio climático que afecta no solo al clima y su intemperancia progresiva, sino a los recursos en materias primas, cada vez más insostenibles o escasos...

Pareciera que no nos importara lo más mínimo dejarles un mundo donde lo más a lo que puedan aspirar, es a gestionar los desastres que con seguridad les vamos a legar; un cambio climático que afecta no solo al clima y su intemperancia progresiva, sino a los recursos en materias primas, cada vez más insostenibles o escasos. Un sistema de protección social cada vez más debilitado, y sin colchón ni en seguridad social, ni en pensiones, ni en salud pública, ni con garantías para una parte importante de la sociedad de poder vivir con unas mínimas condiciones de dignidad. Trabajos cada vez más precarios, arrasados por las nuevas tecnologías,   con peores condiciones y entornos laborales, y ninguna seguridad de independencia para los jóvenes en la veintena o en la treintena.  Por no hablar del deterioro progresivo de unas democracias antaño robustas, que comienzan ya a agrietarse ante el asalto de los populismos y una creciente extrema derecha, disfrazada de manera diferente a los fascismos del siglo XX, pero tan letal para nuestras libertades y convivencia como éstos.

Hablar de generaciones siempre es problemático, cada ser humano es diferente, cada sociedad tiene matices diferentes, pero el contexto social, político, cultural y económico marca indiscutiblemente las oportunidades de cada generación. Más aún en un mundo tan interconectado como el actual, en el que la crisis de escasez de materias primas para fabricar chips a miles de kilómetros de distancia, causa un embudo comercial impredecible en sus consecuencias a escala global. Una generación ha vivido dos crisis en apenas pocos años que va a marcar tristemente su futuro; la financiera del 2008, que nos mostró la pérfida cara del capitalismo actual, de la cual tomamos nota, pero no medida, y la pandemia del COVID-19, que tras dos años seguimos sufriendo, avanzando un paso y retrocediendo lo avanzado meses después.

La que los sociólogos denominan generación Z es la comprendida entre aquellos que  están dejando la adolescencia y los que se acercan a la treintena. Generación que apenas nacer vislumbraron un futuro prometedor en perspectivas de empleo, equilibrios geopolíticos, libertades para moverse libremente por diferentes territorios y decidir su futuro, consumismo masivo, y un sinfín de regalías que parecieran ofrecerles un mañana prometedor. Todo se ha oscurecido

La que los sociólogos denominan generación Z es la comprendida entre aquellos que  están dejando la adolescencia y los que se acercan a la treintena. Generación que apenas nacer vislumbraron un futuro prometedor en perspectivas de empleo, equilibrios geopolíticos, libertades para moverse libremente por diferentes territorios y decidir su futuro, consumismo masivo, y un sinfín de regalías que parecieran ofrecerles un mañana prometedor. Todo se ha oscurecido. Las perspectivas no son precisamente halagüeñas, y difícilmente tendrán mejor vida que sus padres. No ha sucedido de repente, culpar a la pandemia es la salida fácil. Sin duda ha agravado muchas de las crisis, pero las semillas de las mismas estaban ya presentes. Los jóvenes encuentran dificultades no solo laborales o de independencia para encontrar hábitat propio, sino que las posibilidades para elegir su propio destino se oscurecen cada vez más. La igualdad de oportunidades decrece, el paraguas social de un estado de bienestar robusto se quiebra cada vez más, y el clima político ofrece más nubarrones en el horizonte que claros, con la creciente amenaza de una extrema derecha cada vez más presente, cada vez más agresiva.

Criticamos con razón la deriva de la educación en las últimas décadas, dando bandazos de un modelo a otro, y obsesionada por crear dóciles y precarios trabajadores que se ajusten a los nuevos modelos de mercado laboral, sin visión de conjunto, y sin hacer hincapié en la necesidad de formarles como ciudadanos corresponsables de un futuro compartido, no únicamente del suyo

Centremos la mirada en uno de las regalías más peligrosas en la que han crecido como nativos de las nuevas tecnologías: el consumismo como necesidad compulsiva, al alcance de un clic, y como síntoma de prestigio social. Criticamos con razón la deriva de la educación en las últimas décadas, dando bandazos de un modelo a otro, y obsesionada por crear dóciles y precarios trabajadores que se ajusten a los nuevos modelos de mercado laboral, sin visión de conjunto, y sin hacer hincapié en la necesidad de formarles como ciudadanos corresponsables de un futuro compartido, no únicamente del suyo. Pero las familias también tienen una responsabilidad a la que han ido renunciando progresivamente. Si los adolescentes se educan en el desvarío de influencers, como una que recientemente confundió a Van Gogh con el grupo La Oreja de Van Gogh, la culpa no es precisamente de los maestros, sino de los padres que prefieren que sus hijos se entretengan en casa únicamente a través de estos medios. Si los padres les ofrecen el móvil más caro, las deportivas más exclusivas, la consola de juegos más lujosa, tan solo para evitar compartir ocio con ellos, y hacer que se sientan felices, y no den guerra, para ellos pasar el tiempo con su propio móvil, algo de responsabilidad tienen.

A ello ha ayudado la banalización del consumo, porque antes este tipo de productos eran considerados un bien de “lujo”

A ello ha ayudado la banalización del consumo, porque antes este tipo de productos eran considerados un bien de “lujo”. Su perdurabilidad iba asociada al coste. El problema es que ahora al ser más asequibles, se han convertido en productos de temporada. Un móvil que ha costado mil euros, puede servir un par de años, y ya está pasado de moda, o una consola de juegos, o unas deportivas.  Al perder el sentido de utilidad acompañada de la necesaria durabilidad, dado su coste,  y convertirse en objetos de estatus social, son desechables y han de ser renovados. Su utilidad y prestaciones siguen siendo las mismas, sea un modelo 10, 11 o 12, pero bombardean a los adolescentes, cuyo cerebro, recordemos, aún está formándose, incluyendo su capacidad de criterio, para que obtengan el nuevo modelo. Uno nuevo cada año, a pesar de que no hay variación en lo cualitativo en ninguno de estos objetos que justifique tal dispendio.

El número de jóvenes prisioneros de esa falsa libertad de consumo de las tarjetas de crédito, con deudas crecientes que se acumulan y oscurecen su futuro e independencia, es una epidemia en aumento

Zygmunt Bauman pone un ejemplo característico de nuestra época, que va a afectar especialmente a la generación Z; nos hemos acostumbrado a utilizar tarjetas de crédito sin pensar en las deudas que se acumulan en ellas. Tenemos una deuda en una y buscamos financiarla con otra, básicamente para asumir un tren de vida consumista que no nos lleva a ningún lado. El número de jóvenes prisioneros de esa falsa libertad de consumo de las tarjetas de crédito, con deudas crecientes que se acumulan y oscurecen su futuro e independencia, es una epidemia en aumento. Responsabilizamos a estos jóvenes de “vivir por encima de sus posibilidades” y obviamos la responsabilidad de las entidades financieras, más o menos respetables, que les inducen con sus letras pequeñas y cebos comerciales a caer en este perverso juego de endeudarse para pagar una deuda previa en un ciclo que nunca acaba. Los jóvenes han sido en las últimas décadas, con su natural y justificado afán de independencia, las principales víctimas de este siniestro juego del capitalismo financiero.

Los adolescentes que comparten generación, problemas y aspiraciones con esos jóvenes, son igualmente atrapados desde muy pronto en las redes de un sistema que les extrae el jugo vital aprovechándose de sus necesidades vitales

Los adolescentes que comparten generación, problemas y aspiraciones con esos jóvenes, son igualmente atrapados desde muy pronto en las redes de un sistema que les extrae el jugo vital aprovechándose de sus necesidades vitales. Tratamos de convertirles en adultos antes de que estén preparados para ello. La libertad es un bien importante en una sociedad, tanto para los adultos como para los adolescentes o los jóvenes, pero la libertad de elegir, necesita una formación en valores, en criterios éticos, un proceso inevitable de maduración al que estamos renunciando. Y esta renuncia tiene graves consecuencias.

El canto de cisne, ese bello canto que legendariamente dan los cisnes antes de fallecer, acecha a una generación, la Z, a esos adolescentes y jóvenes, que se han encontrado con las promesas de un futuro mejor que vislumbraban, convertido en amargas cenizas. Educados para una sociedad de abundancia y bienestar que ahora está en entredicho. Es el mundo que los adultos hemos creado para ellos. Un mundo peor. Mucho daño está hecho, y aún si pusiéramos todo nuestro empeño, sería difícil que mucha de las consecuencias de nuestro poco hábil manejo de su futuro pudiera corregirse. El pánico vendrá cuando esta frustrada generación se haga con las riendas para gestionar nuestros desastres. Está por ver si copian nuestro egoísmo u optan por cambiar las tornas para la siguiente generación.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”