Los astros y el destino manifiesto

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 18 de Agosto de 2019
'El destino de los animales' (1913). Franz Marc.
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'El destino de los animales' (1913). Franz Marc.
'La superstición en la que fuimos educados conserva su poder sobre nosotros aun cuando lleguemos a no creer en ella'. Gottlieb E. Lessing

'El ocultismo es la metafísica de los mentecatos'. Theodor W. Adorno

Ninguna época de la humanidad había asistido a los avances científicos, a la acumulación de conocimientos sobre el universo que nos rodea, como la que vivimos en la actualidad; de la más pequeña bacteria o partícula elemental al desvelamiento de los secretos que guarda el agujero negro que custodia el centro de nuestra galaxia. Desgraciadamente, no al que se esconde en el centro de nuestros corazones, que nos impide amar con generosidad, y nos alienta a odiar con prodigalidad. En el conocimiento de lo natural hemos avanzado como nunca, en aprender sobre qué guía nuestros corazones aun permanecemos algo ignorantes. El hecho es que nunca la humanidad había dispuesto de tantos y tan certeros conocimientos sobre el mundo que nos rodea, las causas y efectos que lo hacen funcionar, y las leyes que lo regulan. Sin embargo, un atávico temor supersticioso incrustado en nuestros genes por los miles de años en los que nos asustábamos de nuestra propia sombra, esperando que el cielo se desplomara sobre nuestras cabezas, persiste. Somos seres supersticiosos, no ya aquellos creyentes en una u otra religión que confían en seres invisibles que los guarden de todo mal, sino también ateos o agnósticos, que creer en lo mitológico no creen, pero por si acaso no está mal echar un vistazo al destino manifiesto que los astros han decidido para nosotros, debido a nuestra fecha de nacimiento, y su posición en los cielos. O creer que las cartas nos van a decir qué hacer con ese amor no correspondido, o con la hipoteca del banco, ya puestos. Por no hablar de aquellos que deciden no pasar por debajo de una escalera, no vaya a ser que alguna fuerza sobrenatural haga el trabajo de la gravedad y decida que algo nos caiga encima de nuestras supersticiosas cabezas.   

Somos seres supersticiosos, no ya aquellos creyentes en una u otra religión que confían en seres invisibles que los guarden de todo mal, sino también ateos o agnósticos, que creer en lo mitológico no creen, pero por si acaso no está mal echar un vistazo al destino manifiesto que los astros han decidido para nosotros, debido a nuestra fecha de nacimiento, y su posición en los cielos

El filósofo británico David Hume, antecediendo la luz que nos trajo la ilustración para iluminar las sombras de la superstición, se jugó su propia cabeza, y a punto estuvieron de excomulgarle, al dudar que los hechos de la biblia, llenos de milagros y supersticiones, tuvieran algo de verdad. En su Investigación sobre el entendimiento humano denuncia que unos hechos que atribuyen como testigos a personas incultas e ignorantes, a las que en caso de pillarles en alguna falsedad no tenían nada que perder, como la credibilidad, se establecieran como muestra de la verdad revelada en el libro sagrado. Está claro, pues, para Hume, que los hechos narrados en la biblia no son más que supersticiones nacidas del error, o del engaño deliberado. Además, asumir que esos hechos milagrosos son ciertos implica denunciar los milagros de otros libros sagrados, pues ambas palabras reveladas entrarían en clara contradicción. Otro argumento, tan válido antaño, como hoy día, es que un hecho que la experiencia científica no puede explicar hoy, no implica que no pueda ser explicado mañana, ejemplos numerosos tenemos en nuestra historia, desde los eclipses que atribuíamos a las divinidades, a milagrosas curas. A pesar de todo, hoy día seguimos atribuyendo aquello que no podemos explicar a fuerzas sobrenaturales, no a las leyes de la naturaleza que aún ignoramos.

El francés Michel de Montaigne, que recordemos vivió en el siglo XVI, también carga con prodigalidad contra la superchería que inundan nuestras crédulas mentes, denuncia que se ha pasado de hurgar en las tripas de los animales para adivinar el destino manifiesto, a leerlo en los astros. Confiaba el pensador francés en que esta superchería terminase pronto en el olvido, como la práctica de destripar animales para leer el destino. No parece que haya tenido excesiva perspicacia, quizá sobrevalorara nuestra capacidad para ser racionales, pues siglos después seguimos anclados, incluidas personas cultas y formadas, a las cadenas del engaño de la superstición. Aprovecha el pensador francés para recordarnos que, desde el punto de vista de la libertad que tanto añoramos, esta no puede coexistir con la idea de que las cartas están marcadas, que los acontecimientos que nos pasen en nuestra vida; alegrías, tristezas, placeres y miserias, ya están decididos por dioses o cualesquiera fuerzas invisibles a las que se lo queramos atribuir. La libertad por el contrario, es un camino lleno de venturas y desventuras, algunas decididas por el azar, otras por nuestra voluntad y carácter. Si hemos de elegir entre una u otra manera de enfrentarnos al futuro, más allá del absurdo de la superstición, porqué optamos con tanta frecuencia por aquella que niega nuestra libertad.

Creer que somos seres libres y racionales es compatible con esa intuición, ese cosquilleo que sentimos y que parece nos ilumina el camino, como si éste ya estuviera marcado, pero lo único que hemos hecho, si tenemos una mente acostumbrada a la racionalidad, es aplicar una velocidad punta a nuestra inteligencia

Creer que somos seres libres y racionales es compatible con esa intuición, ese cosquilleo que sentimos y que parece nos ilumina el camino, como si éste ya estuviera marcado, pero lo único que hemos hecho, si tenemos una mente acostumbrada a la racionalidad, es aplicar una velocidad punta a nuestra inteligencia. El ejemplo que pone el pensador francés es ese dáimon, esa voz interior a la que Sócrates atribuye alguno de sus hallazgos, que no es ningún demonio que le susurre una sabiduría escondida en los astros y le desvele un camino por andar, sino simplemente la capacidad de una mente entrenada por la voluntad y la racionalidad, para llegar a conclusiones vedadas a aquellos que persisten en ceder su destino a otras fuerzas sobrenaturales, que normalmente no son tales, sino el beneficio para los bolsillos de aquellos que se proclaman sus profetas, sus adivinos, y que pretenden aprovecharse de nuestra dejadez o ignorancia, o de ambas.

La mitología que fundamenta tanto las religiones como otras creencias en algún tipo de fuerza oculta, que conoce o manipula nuestro destino; la videncia, la astrología, el tarot, los fantasmas que nos susurran al oído los secretos del universo, las profecías de Nostradamus, los milagros,  y un innumerable sinfín de supersticiones, tienen un hilo en común: son profundamente irracionales, en el sentido de que nos abrazamos al espíritu primitivo asustadizo, temeroso, que pervive en nuestros genes, y abandonamos cualquier pretensión de usar la herramienta más poderosa de la que nos ha dotado la naturaleza y la evolución; la razón, el análisis, la deducción basada en pruebas y evidencias contrastadas con un método científico. En definitiva, el uso de la inteligencia  racional que se nos presupone.  No podemos dejar de lado que esa renuncia a nuestra más poderosa herramienta, es la que nos convierte en rebaño, al albur de aquellos que han sabido aprovecharse de nuestra debilidad irracional. Qué daño ha hecho a nuestras vidas la perniciosa idea del "destino", como si el mundo fuera algo más que una confusa mezcla de caos, azar y desesperados intentos de encontrar un poco de sentido a todo ello. El destino, ese canto de sirena que unos pocos utilizan para esclavizar la vida de unos muchos, o que otros utilizan para justificar a los que  se quedan en el camino en aras de algo más grande, mientras ellos nunca serán los sacrificados.

La ciencia te ofrece un amplio abanico de sabidurías para comprender el mundo que te rodea, pero nunca, habrá un método científico que te ofrezca respuestas al problema del sentido, o del sinsentido que nos rodea; la mortalidad y el abismo que se abre con el olvido permanente, porqué amar aquello que tarde o temprano se desvanecerá, qué es la felicidad, en qué consiste la libertad, dónde se encuentra la belleza, o un sinfín de preguntas que tratamos de responder con la filosofía, con el arte, o con otras maneras de aferrarnos a un mundo donde la única certeza que encontraremos es la necesidad de seguir preguntando, y aprender a vivir bien, aquí, y ahora

Theodor Adorno, filósofo de la llamada Escuela de Fráncfort, que renovó la ortodoxia marxista, arremete duramente en su Mínima moralia contra las creencias en las supersticiones; proporcionan a la imbecilidad una cosmovisión. Astrólogos y espiritistas dan de un modo drástico, definitivo, a cada cuestión una respuesta que no tanto la resuelve como, con sus crudas aseveraciones, la sustrae a toda posible solución (…) De ese modo refuerza el conformismo. Nada favorece más a lo existente que el que el existir como tal sea lo constitutivo de sentido. Al pensador alemán le irrita profundamente la renuncia a nuestra libertad, la renuncia a elegir destino a través de la fuerza de nuestra voluntad, a dejar en manos de supuestos hados la suerte que nos depara la vida. El filósofo francés Michel Onfray diferencia entre aquellas supersticiones irracionales que proceden de un mundo natural que en su momento no se comprendió, como de dónde vienen los rayos que parten una árbol, que en un principio atribuíamos a la ira de los dioses, y que luego comprendimos su funcionamiento real a través de la ciencia, como sucederá con otras cuestiones, cada vez menos, que escapan a la compresión científica.

Y aquellas otras cuestiones que nunca tendrán respuesta, porque la ciencia te ofrece un amplio abanico de sabidurías para comprender el mundo que te rodea, pero nunca, habrá un método científico que te ofrezca respuestas al problema del sentido, o del sinsentido que nos rodea; la mortalidad y el abismo que se abre con el olvido permanente, porqué amar aquello que tarde o temprano se desvanecerá, qué es la felicidad, en qué consiste la libertad, dónde se encuentra la belleza, o un sinfín de preguntas que tratamos de responder con la filosofía, con el arte, o con otras maneras de aferrarnos a un mundo donde la única certeza que encontraremos es la necesidad de seguir preguntando, y aprender a vivir bien, aquí, y ahora, renunciando a las ficciones que enmascaran nuestra infelicidad, pero cuyas promesas no dejan de ser fábulas, ofreciéndonos sucedáneos que nunca nos satisfarán, que nos encadenaran a miedos, tan poco útiles, como evitables.

Tan solo hay una manera de cambiar nuestro destino, si entendemos como tal esa serie de azarosas circunstancias que nos rodean y todas esas decisiones que nos afectan y no podemos cambiar; amarlo

El hilo común de todos estos filósofos es una llamada a la libertad, a la inagotable capacidad del ser humano de liberarse de las ataduras de su impuesto destino, de sobreponerse a las dificultades y encontrar en su interior la verdadera libertad. No dejar que nada ni nadie te insinué que lo que te sucederá mañana ya está decidido. Cada instante tiene su propio valor y su propio destino, pues cada instante es un lienzo en blanco que tenemos que pintar, con nuestra voluntad, nuestra razón y nuestros sentimientos. Tan solo hay una manera de cambiar nuestro destino, si entendemos como tal esa serie de azarosas circunstancias que nos rodean y todas esas decisiones que nos afectan y no podemos cambiar; amarlo, porque si amamos nuestro destino le añadimos algo diferente y dejamos de ser una marioneta manejada por supuestos e invisibles hilos. Al amarlo, nos rebelamos, afirmamos nuestra voluntad y en ese momento, un nuevo mundo se abre donde las imaginarias leyes de los astros quedan abolidas, y donde en todo aquello que ya estaba decidido, ahora, sin embargo, todo es posible.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”