Aprender a morir
Tenía no más de seis años cuando descubrí que todos teníamos que morirnos. No recuerdo exactamente cómo me enteré o quién me lo dijo, pero no puedo olvidar el torrente de lágrimas que inundaron la cama durante toda la noche por el hecho de darme cuenta de que no iba a vivir para siempre. Sólo un año más tarde tuve mi primer contacto cara a cara con la dama de la guadaña. Ocurrió cuando mis tíos granadinos llamaron a mi madre al País Vasco para comunicarle que su madre, mi abuela, se estaba muriendo. Aquel viaje fue para mí mucho menos traumático que la noche en que me enteré de que no era eterno. Al llegar al pueblo de la serranía tropical en el que ella estaba agonizante, la mitad de sus habitantes llenaban la casa y, aún con mis ojos infantiles, me pareció surrealista aquella mezcla de risas y lágrimas, vecinos que no ocultaban la alegría de ver a mi madre, aunque fuera en aquellas circunstancias; la poca sensibilidad al hablar de la agonizante mujer en pasado, como si ya no estuviera; las interrupciones a su paso, pese a que ella solo quería estar delante de la abuela. Frente al dramatismo de los hijos, los amigos intercambiaban conversaciones banales, incluso algún que otro chiste, y reían con recuerdos compartidos con la futura difunta. Fue toda una experiencia en sí misma, sobre todo porque yo la presencié: falleció justo después de que yo le diera un beso en la frente, tal y como me animaron a hacer todos mis tíos y también mi madre.
Fue toda una experiencia en sí misma, sobre todo porque yo la presencié: falleció justo después de que yo le diera un beso en la frente, tal y como me animaron a hacer todos mis tíos y también mi madre.
Al crecer y recordar aquella experiencia, me parecía que el hecho de que se tratara de personas sin demasiada cultura, de un pueblo pequeño, las había convertido en seres insensibles frente al drama del fallecimiento de mi abuela. No obstante, ahora que soy un poquito más sabio y creo que estoy más libre de prejuicios, considero que, tal vez, en aquella época, sabían afrontar con mayor naturalidad el tema de la muerte, convivían con él, era el pan de cada día, los velaban en las casas, muy pocos atravesaban el límite de los ochenta años, el índice de mortalidad era superior al actual y, quizás, por eso, se veían imposibilitados de esconderlo.
Hoy llevamos a nuestros difuntos a un tanatorio para sacarlos de los hogares, evitamos que los más pequeños sepan siquiera lo que está ocurriendo, postergamos siempre conversaciones sobre el tema, ni siquiera decir la palabra muerte es admisible para muchas personas, la edulcoramos hasta el punto de que se ha convertido en un tema tabú.
Hoy llevamos a nuestros difuntos a un tanatorio para sacarlos de los hogares, evitamos que los más pequeños sepan siquiera lo que está ocurriendo, postergamos siempre conversaciones sobre el tema, ni siquiera decir la palabra muerte es admisible para muchas personas, la edulcoramos hasta el punto de que se ha convertido en un tema tabú
Y, reconozcámoslo: si hay algo seguro en esta vida es que todos tendremos que pasar por ahí. Y también es cierto que nadie vuelve para enseñarnos a atravesar esa experiencia mejor, al menos con consciencia de haberlo hecho.
Así que, tal vez, sería útil naturalizar el tema, saber que la muerte se esconde detrás de cada esquina. No para ser más infelices, desgraciados o deprimidos sino para todo lo contrario: ser conscientes de que un día moriremos nos debería dar la claridad para vivir cada instante como si fuera el último.
Imaginemos, por un momento, que nos comunican irreversiblemente que nos quedan veinticuatro horas de vida. Podríamos utilizarlas para lamentarnos y esperar en un sofá a que llegara el momento con los ojos nublados de lágrimas, o también tendríamos la opción de elevar nuestras miras y decidir aprovechar esas horas para olvidarnos de lo que hasta ese momento habíamos considerado problemas y disfrutar de aquello que nos hace felices. Quizás sería algo tan simple como jugar con nuestro hijo, mantener una conversación agradable con nuestros padres o dedicar el tiempo a esos amigos que tanto queremos y a los que solo vemos en ocasiones porque siempre estamos demasiado ocupados.
¿Y si nos pusiéramos frente a un espejo y nos miráramos de verdad, con nuestros pros y contras, con nuestros miedos y sentimientos encontrados? Aceptar cómo somos es el primer paso para cambiar hacia lo que queremos o pretendemos ser
¿Y si nos pusiéramos frente a un espejo y nos miráramos de verdad, con nuestros pros y contras, con nuestros miedos y sentimientos encontrados? Aceptar cómo somos es el primer paso para cambiar hacia lo que queremos o pretendemos ser.
Y en todo este discurso, la muerte juega un papel primordial, porque es la aceptación de su existencia la que nos puede hacer libres, paradójicamente; saber que mañana podemos no estar aquí nos puede incitar a agarrarnos a nosotros mismos del cuello y presionarnos para empezar a buscar lo que verdaderamente nos puede hacer felices ahora. ¿Qué la felicidad no existe? Vale, es posible, pero eso no significa que el camino en sí mismo no merezca la pena.