El algoritmo de la felicidad

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 5 de Noviembre de 2017
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 'Dedicamos tanto tiempo a intentar descifrar el algoritmo de la felicidad, esas reglas tan bien definidas y prescritas que nos llevarían a ella, desorientados y perdidos en la tarea, a veces por la estupidez ajena, pero especialmente por la propia. Tan perdidos que no nos damos cuenta que lo que deberíamos haber hecho es dejar de buscar, pensar, analizar, y sencillamente vivirla, en aquellos fugaces momentos en los que apareció en nuestra vida'.

Y sin embargo, aquí estamos, insistiendo en esa búsqueda, con la cabezonería de un amante despechado al que se niega una razón para su rechazo. Buscando a través de vanas palabras, lo que por su esencia debería ser indefinible, aquello que por definición debiera renunciar a la prisión en la que los sonidos y la tinta enclaustran a los sentimientos. La felicidad, como el evasivo sentido de la vida, se convierte en una desesperada búsqueda desde que dejamos de respirar el acogedor líquido en el vientre de nuestra madre, y nos expulsan a un mundo en el que cada vez que aspiramos aire, algo en nosotros muere. Una búsqueda, a la que nos es imposible renunciar, aun sabiendo que tan solo podremos aspirar a encontrar el aroma de la felicidad en espacios capturados en el ámbar de nuestra memoria, pues siempre que creemos disfrutarla en el presente, nos sentimos ahogados por el temor de que se desvanezca en un instante, acosados por el miedo a perderla, como el último beso tembloroso que dimos a aquellos labios agrietados por la premonición de un adiós.

Todo el mundo quiere ser feliz, aunque parezca mentira a veces, dada la autocomplacencia con la que insistimos en rebozarnos en el barro de nuestra desgracia, o lo que es peor, de la desgracia ajena

Todo el mundo quiere ser feliz, aunque parezca mentira a veces, dada la autocomplacencia con la que insistimos en rebozarnos en el barro de nuestra desgracia, o lo que es peor, de la desgracia ajena. Si preguntáramos al azar a que aspira cada uno, la respuesta sería abrumadoramente común: deseamos la felicidad. Algunos la concretarían  en el amor, otros en la salud, otros en el dinero, su santo grial, como si al igual que aquellos estúpidos reyes del pasado, creyeran que las posesiones materiales fueran a hacer más soportable el tránsito a la nada, y más ligero el peso de la tierra. Independientemente del ingrediente principal, ese gozo que nos da la salud, la compañía, el amor, la amistad, o el dinero, la sensación para describirla sería la misma. Un estado de deleite, similar a la calma posterior a la euforia, en otras palabras, sentirnos bien, en paz con nosotros, con los otros, con el mundo.

Más allá de la precaria definición a la que nos llevaría el contraste con su opuesto, la tristeza. Termino sobre el que cualquiera de nosotros seríamos voluntarios a escribir una erudita tesis doctoral, sería adecuado diferenciar la felicidad del placer, un gozo más efímero, y más asociado a la presencia de un estímulo concreto de breve duración, o a la alegría, que si bien pudiera ser un síntoma que acompaña a la felicidad, como el goce en el placer, es más robusta y dinámica en el momento de su manifestación, pero más breve.

Aristóteles identifica el bien último al que aspira el hombre con la eudaimonia, termino habitualmente traducido por felicidad, pero que en el pensamiento aristotélico es mucho más ambicioso de lo que hoy en día entendemos, pues implica alcanzar una plenitud vital, alejada de lo concreto de la despreocupación del día a día. Esa plenitud, que depende exclusivamente de nosotros, es el fin básico que mide el éxito de nuestra vida. Y ¿cuál sería ese fin? Tanto los objetos como los seres humanos tenemos una finalidad, la función que nos es más propia y que nos define en esencia. Un Aristóteles postmoderno podría decir que la función de una barba, al más puro estilo hípster, es llamar la atención sobre lo cool que uno es, pero la función del sujeto, independientemente de su vestimenta o estética, debería ser  la misma, la actividad racional. Porque ese fin siempre tiene que ser un fin en sí mismo, nunca un medio para un fin. Descartados pues placeres mundanos,  la búsqueda de honores, el reconocimiento público, y la riqueza, nos queda cuidar nuestra alma. Aunque el maestro estagirita, que no tenía un pelo de tonto, diría que la vida contemplativa dedicada al conocimiento y la razón necesita de la garantía de un mínimo vital básico, o una renta de inserción vital. Vamos, que sin tener garantizado ese sustento material mínimo es imposible ser feliz y por tanto cumplir con nuestra esencia y finalidad. Por supuesto que esa vida dedicada al conocimiento tampoco debía evitar atender moderadamente al placer, cuando éste se presentase, una cosa era ser erudito, y otra cosa ser gilipollas, con perdón.

Sería adecuado diferenciar la felicidad del placer, un gozo más efímero, y más asociado a la presencia de un estímulo concreto de breve duración, o a la alegría, que si bien pudiera ser un síntoma que acompaña a la felicidad, como el goce en el placer, es más robusta y dinámica en el momento de su manifestación, pero más breve

Unos cuantos siglos después, concretamente en el siglo XVII, Spinoza parece haber heredado, en cierta manera, el espíritu de Aristóteles. Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría, no es una meditación de la muerte sino de la vida. Al fin y al cabo, lo que está detrás de esas palabras del filósofo, nativo de la cosmopolita Ámsterdam,  es que la racionalidad conduce a grados cada vez mayores de libertad humana, y por tanto a la felicidad. La clave se encuentra en la autodeterminación disciplinada, ser causa y control de nuestros estados de ánimo. La libertad se encuentra siempre encadenada a la acción, y puede, al igual que el conocimiento, ir alcanzándose gradualmente. Porque nos guste o no, el mundo está lleno de necios, que agreden nuestra felicidad. Ciertos paralelismos encontramos también con Epicuro, pues es aconsejable buscar las compañías adecuadas en ese mundo dominado por las pasiones sin freno. El estado puede obligarnos a vivir de una determinada manera en sociedad, pero en la soledad, somos nuestros únicos dueños.

Un ajustado control de nuestras pasiones y deseos se encuentra en el epicentro de la felicidad para el filósofo. La felicidad no es un premio que se conceda a la virtud, sino que es la propia virtud, y no gozamos de ella porque reprimamos nuestras concupiscencias, sino que al contrario, podemos reprimir nuestras concupiscencias porque gozamos de ella. La máxima expresión de este estado sería el amor a Dios. Pero no nos confundamos, ese Dios no tiene nada que ver con las figuras que han dibujado las teologías de las diferentes religiones. Es un amor casi místico al cosmos o la naturaleza, a través de la comprensión de sus causas. Hay un salto entre el conocimiento de nuestra realidad  y circunstancias a través de la razón y de las emociones, a ese amor intelectual, místico, sólo comparable al amor platónico a la idea de Bien.  Y si alcanzamos esa beatitud, la eternidad, estará al alcance en el aquí y ahora de nuestra vida terrenal. Ciertamente, unos requisitos que ni el Dalai Lama o el Papa, estaríamos seguro que pudieran alcanzarlos.

Contemporáneo al filósofo holandés, Blaise Pascal es la otra cara de la moneda. Baudelaire escribió sobre él en Las flores del mal, definiéndole como aquel que tenía un abismo que se movía con él. El hombre, siempre lejos de alcanzar la verdad, y el bien. Y no digamos la felicidad, que es lo que realmente siempre ha buscado, siempre dando palos de ciego. Obsesionados con alcanzarla a través de los bienes materiales, de la adquisición de riqueza, y sin embargo sólo hace falta mirar la tenebrosa lista de hombres que teniéndolo todo han sido profundamente infelices. Otros se obsesionan con emplear su tiempo buscando la felicidad a través de juegos y diversiones, pero esto es algo tan efímero, que en realidad lo único que hace es enmascarar el fracaso de nuestra búsqueda. Dinamitando la pretensión de los filósofos que le precedieron dice: Estamos llenos de cosas que nos lanzan hacia afuera. Nuestro instinto nos hace sentir que es necesario buscar la felicidad más allá de nosotros mismos. Nuestras pasiones nos empujan hacia afuera, objetos de fuera nos tientan en sí mismos y nos llaman, aun cuando no pensemos en ellos. Y así los filósofos afirman: recogeos en vosotros mismos y hallaréis vuestro bien; pero no se les cree, y quienes les creen son los más vacíos y los más tontos. La historia de la búsqueda de la felicidad, no es pues, más que la historia de un fracaso. No es Pascal exactamente el tipo al que te llevarías a una fiesta, supongo. Kant, tan talentoso como aburrido, encontraba la felicidad, entendida como estar satisfechos con la propia situación, en la certeza de que continuará así. Una opción conservadora, de mínimos, que prefiere pasar de puntillas por la vida, como si ésta fuera tan sólo un tránsito a un lugar desconocido, que esperamos sea mejor. Hegel veía la felicidad como un estado durable, de placer y de los medios y circunstancias que nos permiten vivir ese placer cuando uno quiera, al menos así lo definía en sus explicaciones a la introducción de su propedéutica filosófica.

Superar la mediocridad del ser humano en su status actual y liberarnos de las cadenas. Aceptar que el destino no es más que un emborronado texto que empezamos a escribir cada amanecer, con lágrimas o con sonrisas, con ímpetu o con indiferencia, con razones o con pasiones, con lujuria o con renuncias, con virtudes que se convierte en vicios y con vicios que devienen en virtudes

Somos carne y como tales, hemos de ser capaces de dignificar la vida, asumir las fuerzas contrapuestas que como tales nos componen, y unirlas en algo superior. Hermoso y complicado pensamiento del filósofo del crepúsculo humano, Friedrich Nietzsche. Hemos de ser capaces de aflorar e integrar al Dios, y al payaso, al santo y al canalla que forman parte de lo que realmente somos. Superar la mediocridad del ser humano en su status actual y liberarnos de las cadenas. Aceptar que el destino no es más que un emborronado texto que empezamos a escribir cada amanecer, con lágrimas o con sonrisas, con ímpetu o con indiferencia, con razones o con pasiones, con lujuria o con renuncias, con virtudes que se convierte en vicios y con vicios que devienen en virtudes. Y al anochecer, ese texto lleno de  borrones es nuestra vida y nuestro destino. Y en los crepúsculos, donde la noche y el día se encuentran es donde nos damos cuenta que es una tarea que nunca va a terminar, que debemos recomenzar cada día, como Sísifo condenado a llevar el peso de nuestra existencia hasta el fin de nuestras fuerzas. Aceptarlo, es aceptar que la felicidad es una elección, aun en el dolor y el sufrimiento, aun en la vejez y en la enfermedad. No es el hedonismo fácil que pretende huir de la angustia de aquellas cosas que tanto nos asustan, y a las que nos negamos a mirar a la cara. Es cantar a la vida, con sus dolores y sus taras.  Es elegir cada amanecer un destino provisional y cantar cada noche una elegía al albor de nuestros sueños por las oportunidades perdidas, sabiendo que en el vislumbrar de la primera luz, tendremos de nuevo una oportunidad. Fracaso o éxito, qué importa, si lo que nos define es la lucha.

Bertrand Russell encontraba la felicidad en la pregunta que todos deberíamos hacernos en el trayecto final de nuestras vidas: ¿Por qué he vivido? La búsqueda del amor, del conocimiento, guiado por la empatía y la piedad ante el sufrimiento humano, es su respuesta, un camino que nos transporta por senderos de dolor y angustia, pero nos recompensa con la calidez de haber encontrado un propósito digno de perdurar en la memoria de aquellos que nos conocieron.

La búsqueda de la felicidad, de las llaves de su enigma, de su algoritmo, nos embauca, encantándonos, e iniciamos un viaje, como peregrinos exiliados, hacía una Ítaca apenas soñada. Aterrados de alejarnos cada instante más lejos de la orilla de nuestra inocencia perdida,  náufragos en el mar de la vida, navegando a través de un océano lleno de ruido de fondo, de conversaciones insípidas con gente vacía, desnudos ante quienes deberíamos ocultarnos, disfrazados ante quienes deberíamos confiar, desorientados por dar vueltas y vueltas sin saber quiénes somos ni qué diablos hacemos en este lugar, preguntándonos si esto es vida. Hasta que desafiantes en la lucidez que nos da comprender la fragilidad del instante en que nos creemos felices, gritamos a quien quiera escucharnos. Sí, esto es la vida, y esto es la felicidad. Que empiece todo de nuevo.
Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”